Introducción:
Este libro carece de toda intención
política, solamente pretende describir los acontecimientos que se produjeron en
Madrid, coincidiendo con mi actividad diplomática, desde julio de 1936 hasta
julio de 1937.
Por ello, quiero dejar constancia de que
los tristísimos hechos que se relatan fueron vividos por mí , como
consecuencia, me produjeron el estado anímico que es de imaginar, en lo
subjetivo. No basante, tengo especial interés en manifestar que mi narración de
los acontecimientos refleja fielmente la verdad, sin ninguna concesión, y tal como
los presencié y comprobé personalmente.
Las circunstancias especiales que en mí
concurren, me autorizan a considerarme con la suficiente capacidad para hablar
de la España de nuestro tiempo, en general, y de las circunstancias propias de la
Guerra Civil, en particular. Por consiguiente, y como refrendo, sobre todo por
lo que respecta a su credibilidad, relaciono a modo de presentación, mi
historial profesional en España.
Resido en España desde 1895. Nací en
Rentlingen (Württemberg) en 1873. Mis actividades me han mantenido en contacto,
preferentemente, con la población campesina, mayoritaria en España, y mis innumerables
viajes en toda clase de vehículos, desde el carro de mulas, hasta el avión, me
llevaron a muchos pueblecitos, aldeas y rincones a los que, de no ser así, rara
vez llega un extranjero. En el verano de 1936, yo era en mi calidad de Cónsul
de Noruega, el único representante oficial de dicho país en Madrid. Al poco
tiempo me nombraron Encargado de Negocios y en Madrid me quedé, en activo, hasta
julio de 1937, en que gracias a mi condición de diplomático, pude salir de
España, lo que me libró de ser asesinado por orden del gobierno rojo.
Gracias a mi puesto de carácter
diplomático disfrutaba, naturalmente, de gran libertad de movimiento, lo que me
permitió vivir y observar, en infinidad de situaciones, el acontecer revolucionario
de ese primer año en Madrid.
Por razón de mi cargo, tuve muchas
ocasiones de conocer antecedentes y sucesos, privativos de personas, que se
producían en un limitado ámbito familiar y cuyas noticias no trascendían, fuera
de ese círculo.
Pero de lo que sí me di cuenta, fue de
que mis descripciones verbales despertaban en todas partes gran interés, por lo
que llegué a tener el convencimiento de que el hecho de publicarlas podría
llenar un vacío, tanto más cuando el relato verídico de muchos episodios y
situaciones reflejan elementos sintomáticos del acontecer español y podrían
contribuir a su testimonio histórico.
Renuncio explícitamente a cuanto suponga
una intención proselitista. Cada cual podrá sacar su consecuencia de acuerdo
con los hechos relatados y su opinión personal en cuanto a los resultados.
¡Quizás contribuya mi relato a que más
de uno acierte a vislumbrar la luz y le facilite a encontrar el valor de un
orden establecido!
Me impuse la obligación de referir los
hechos, sin exageraciones de ningún tipo, sin adornos literarios, manteniéndome
estrictamente fiel a la verdad. La verdad lisa y llana es más que suficiente para
confirmar mi opinión de que la elección entre lo “rojo” y lo “blanco”, en
España, es mucho menos un asunto de política que una cuestión de moral.
Como introducción, hago una breve
exposición de conjunto, a grandes rasgos, de los acontecimientos que
precedieron a la Guerra Civil y que fueron la causa final que contribuyó al desencadenamiento
del conflicto español, y entre cuyos partidos políticos integrantes, los del
Frente Popular fueron los máximos responsables del movimiento revolucionario
rojo.
1. CAUSAS Y TELÓN DE FONDO DE LA GUERRA
CIVIL
Hablemos del temperamento español
Este libro, en su primera edición, ha
sido escrito en alemán, [Diplomat in roten Madrid, Berlín, Herbig
Verlagsbuchhandlung, 1938] para ser leído fuera de España. Por consiguiente,
sólo los pocos lectores que hayan visitado España tendrán de ella una idea
aproximada, por lo que, posiblemente, habrán sacado la misma consecuencia que,
a mi juicio yo saqué tomando como parámetro nuestras propias medidas, de que
los españoles, –considerándolos en términos generales–, son unos ciudadanos un
tanto atrasados, pero bondadosos, corteses y un tanto ingenuos. Es evidente,
que a todo el que conserve esta imagen del español le habrá resultado
incomprensible que se haya producido el estallido de una guerra civil, tan
llena de odio, tan sanguinaria; y que, incluso, se hayan sentido inclinados a
creer que se trata de exageraciones de los periodistas. Ante esta disyuntiva,
me considero obligado a describir, brevemente, el desarrollo de los
acontecimientos y las motivaciones que, en el carácter y temperamento español,
condujeron a tal estado de cosas.
Para empezar, narraré un corto episodio
que, a modo de “flash”, revela algo de la tradicional sabiduría vital de la
mayor parte de pueblo español. Hace de esto treinta y cinco años. En un día caluroso
llegaba yo a Sevilla, capital de Andalucía, en tren (“tren botijo”) a primeras
horas de la tarde. Esta era, entonces, una ciudad de escasa circulación. La
estación estaba fuera de la ciudad, como a un kilómetro de distancia. No se
veía un vehículo, ni tampoco aparecía ningún mozo de cuerda. Me di una vuelta,
buscando por los alrededores de la estación; tumbado a la sombra de un árbol,
descubrí, tendido todo lo largo que era, en la acera, a un pacífico durmiente.
La gorra que llevaba delataba su condición de mozo de equipajes, ahora le
servía para protegerle la cara del sol.
Le toqué con el pie; entonces, cargado
de sueño, movió la “gorra de servicio” lo suficiente como para mirarme, con un
ojo, por debajo de la misma. Impresionado por la falta manifiesta de impulso activo de aquel
hombre, me decidí a tentar su ambición: “te doy tres pesetas si me llevas la
maleta a la ciudad”. Venía a ser esto el cuádruplo de la tarifa corriente.
Respuesta: “esta semana ya me he ganado dos pesetas; hoy no hago nada más”. Una
vez dicho esto, se volvió a tapar los ojos con la gorra y siguió durmiendo.
¿Cómo hacerse con un pueblo así, al que
“no hacer nada” le parece más tentador, que el bienestar adquirido mediante el
trabajo? Presentándole, como señuelo, el “vivir bien” emparejado con el “no hacer
nada”. Tal era la consigna tentadora con la que, con habilidad, el comunismo
seducía a la masa inculta, carente hasta el presente de ambiciones y hecha ya a
la mezquindad de su vida, empujándola a actuaciones fanáticas con un seguimiento
ciego: “quitadles todo a los que lo tienen y así podréis ser tan gandules y
vivir tan bien como ellos ahora”.
La guerra mundial y la posguerra Hasta
la primera guerra mundial, las relaciones entre patronos y trabajadores eran
patriarcales. La industria era escasa y quedaba reducida a los alrededores de
Barcelona y de Bilbao. Existía una organización socialista, de poca envergadura
y características más bien bondadosas, bajo la dirección de Pablo Iglesias. Los
trabajadores del campo carecían de cualquier clase de organización.
Vivían en un estado tal de pobreza que,
con arreglo a nuestro criterio, calificaríamos de penosa; sus jornales
oscilaban entre la peseta y media y las cinco pesetas, según el periodo
agrario; trabajando de sol a sol, sin que se pueda decir que se hicieran los
remolones. Cumplían su tarea con lentitud, pero con constancia y con
resistencia a la fatiga.
El trabajador agrícola, no era sin
embargo, muy consciente de su situación de miseria por cuanto carecía, a
diferencia de otros pueblos, de pretensiones más ambiciosas en materia de
vivienda, comida y ropa; a lo que habría que añadir, sus relaciones
patriarcales con los terratenientes de los pueblos. Existía una ley, no
escrita, que imponía a los grandes terratenientes la obligación de alimentar a
los jornaleros del pueblo durante los tiempos de inactividad, inevitables en la
agricultura española, debido al sistema de barbecho en el cultivo de los
cereales.
En los tiempos anteriores a la guerra
mundial, el pueblo español en su conjunto había tenido poco contacto con el
resto de Europa. Tres de los lados de España son costas que dan al mar y el
cuarto, con los Pirineos como frontera, le cortaba el “aire” con Europa. Pero
la guerra mundial lo trastornó todo. España a pesar de permanecer “neutral”,
estableció estrechas relaciones –de índole industrial, concretamente- con los
demás pueblos, especialmente con los aliados. Entonces, ya con ese aliciente,
cualquiera hacía negocios, ganaba dinero con facilidad, y con la misma
facilidad lo gastaba.
Los precios, especialmente los de los
productos agrícolas, subían ante la demanda de los países en guerra. Los
jornaleros reclamaban y obtenían mejores ingresos, descubriendo, por primera
vez, que también podían exigir algo más que una cebolla y un pedazo de pan al
día. Al mismo tiempo, irrumpía, cruzando las fronteras, una propaganda
socialista reforzada, y cundía por todas partes la fiebre de la
industrialización.
Los negocios fáciles y de oportunidad,
que se habían presentado durante la guerra mundial, se evaporaron con la misma
rapidez con que se habían producido; pero ya en todos los sectores de la sociedad
habían quedado abiertos unos incentivos vitales, hasta entonces desconocidos en
España.
Al mismo tiempo, profetizaba Lenin que
España sería el siguiente país en caer en el bolchevismo.
Con arreglo a tal programa, ayudado con
la propaganda y el dinero ruso, nacía el partido comunista, y su organización
fue tan eficaz que, -a pesar de no arraigar y mantenerse numéricamente reducido
debido al carácter español más inclinado a la anarquía que al comunismo-, la
células existentes fueron el núcleo principal que marcaron las pautas tan
pronto como estalló la lucha.
La pasión por lo nuevo, la inexperiencia
política y la pereza intelectual, arrastraron al experimento republicano, con
una clase burguesa que, dada la caótica situación de España, lo acogió esperanzada y, en parte,
incluso con entusiasmo. Pero no habiendo donde escoger, se adueñaron del poder
los políticos de siempre que, -entre intelectuales y teorizantes, como Alcalá
Zamora, Maura, Azaña,
Casares Quiroga; todos ellos sin un
programa político realista, vacilantes y fracasados dentro de la opinión de una
clase media empobrecida y decepcionada-, claudicaron y se pusieron a
disposición de los socialistas, como instrumento para instaurar la democracia
burguesa prevista en un principio y que, luego, generó en comedia.
Los anarquistas, partido mucho más
poderoso y numeroso, sobre todo en Aragón, Cataluña y costa mediterránea , que
los socialistas organizados, se abstuvieron de cualquier participación en el gobierno.
Su programa político lo ejercían, salvo su sindicato C.N.T., al margen de toda
legalidad con “acciones directas” sembrando la inquietud y la angustia, con sus
bandas de asesinos y ladrones, primero en Barcelona y luego también en Madrid.
Entonces los comunistas, como ya hemos comentado, en colaboración con las
“Juventudes Socialistas”, comenzaron a actuar de forma similar, a través de sus
células, apoyadas con la ayuda económica de Rusia.
En la encrucijada
Pero a los dos años, la opinión pública
en general y, en especial, todos los ambientes de orientación conservadora
llegaron a un estado de tal repulsa e indignación, y a estar tan hartos, que se
produjo un rechazo en la inmensa mayoría del pueblo. El tiempo de vigencia
legislativo había cumplido el plazo reglamentario, de acuerdo con la
auto-elaborada Constitución, y se hacía necesaria la convocatoria de elecciones
para la formación de una nueva Cámara de Diputados. Las elecciones se celebraron
contraviniendo en muchos colegios electorales el más elemental orden y respeto
a la libertad de expresión, y tan pronto comprobaron que, a pesar de esa
violenta oposición, los partidos de derechas habían obtenido la mayoría, las
izquierdas se lanzaron con la mayor agresividad a rebelarse violentamente
contra el poder constituido. Los diputados socialistas quedaron diezmados.
La frase de cuño democrático relativa a
los derechos de la mayoría perdió su validez en el punto y hora que dejó de
favorecerles. Ahora se trataba lisa y llanamente de implantar la dictadura del proletariado.
Cuando la mayoría conservadora quiso
hacer uso de su derecho democrático de acceder al poder, se le respondió con el
levantamiento de Asturias, revelador de los auténticos propósitos, realmente antidemocráticos,
de los socialistas españoles que aspiraban al dominio del Poder con los sindicatos.
Aún se pudo evitar este incendio que ya, entonces, tuvo posibilidades de
extenderse por toda España y que, debido únicamente a fallos de dirección, no
prendió con la rapidez suficiente.
Pero el hecho de que se extinguiera, no
significa que no se aprovechara para desatar una propaganda sin límites, como
acicate y desahogo de los más salvajes sentimientos de odio, que la débil
voluntad del gobierno burgués no alcanzó a reprimir con lo que el rescoldo
siguió vivo bajo la ceniza. Ese gobierno no supo sacar partido ni del tiempo ni
de la oportunidad de que disponía; su grave insensatez atrajo su caída y, por
supuesto, lo arrastró directamente a tal suicido el ambicioso charlatán, Alcalá
Zamora, que aspiraba al poder personal. En las siguientes elecciones, febrero
de 1936, intentó fundar un partido a su propia medida, de acuerdo con su
“instrumento” Portela, al que colocó de Presidente del Consejo de Ministros.
Al revelarse, ya en el primer
escrutinio, el fracaso de este nuevo invento y resultar por otra parte posible
una mayoría renovada de la derecha tradicional, Portela dio por perdida la
partida, se retiró y entregó el poder en favor del “Frente Popular” que
amenazaba con la huelga general y el levantamiento del pueblo, sin estar en
absoluto justificado para ello, pues todo era consecuencia del despecho que
sentían, al haber resultado minoritarios, precisamente en esas mismas
elecciones. El nuevo escrutinio al que se procedió, a los pocos días, se hizo
ya bajo el signo del desconsiderado abuso de poder de los partidos de
izquierda, que no contentos con monopolizar para sí los escaños discutidos,
aprovecharon la mayoría así alcanzada para anular, en varias provincias, los
resultados electorales favorables a la derecha y adjudicárselos, totalmente, a
sus propios candidatos. Hubo provincias en las que se había votado a las
derechas en un ochenta por ciento y eso bajo un gobierno Portela, del que lo
menos que se puede decir es que no tenía interés alguno en que así fuera y en
las que, un mes después, bajo la presión del Frente Popular, resultó que se
había votado a la izquierda en un noventa por ciento; ¡pocas veces se habrá
montado parodia mayor de la tan cacareada libertad de voto! Y, sobre tal base,
se asienta ahora la “legitimidad” del Gobierno de la República Española, tan
ofuscadamente puesta en primer término por franceses, ingleses y americanos.
El primer paso dado por dicho gobierno
del Frente Popular fue derrocar –de modo, por cierto, nada suave- de su sillón
presidencial al promotor de tan inesperado triunfo, Alcalá Zamora, y sentar en
él a Azaña, que resultaba más cómodo para los socialistas. A partir de entonces
se procedió, temperamentalmente, a trastocar a fondo el orden conservador
implantando la dictadura del proletariado bajo la máscara de la democracia. El
tono empleado en el Parlamento era tal, que los partidos no integrados en el
Frente Popular no tenían mas opción que retirarse.
A Calvo Sotelo, diputado sobresaliente
que encabezaba esos partidos de derechas, le anunció la muerte que le esperaba
el propio Casares Quiroga, Presidente del Consejo de Ministros, en plena sesión
parlamentaria y tras un exaltado discurso de despedida. El asesinato se
perpetró pocos días después, durante la noche, a manos de la policía estatal. A
continuación había de entrar en escena la revolución socialista. La parte del
pueblo español de orientación derechista, mayoría numérica indiscutible, se
veía abocada a la elección entre dejarse aniquilar por las turbas incontroladas
o lanzarse a la lucha. Tal fue el origen de la sublevación de los generales,
como ejecutores de la voluntad de la mayoría de la población que no se quería
dejar exterminar conscientemente.
El Frente Popular
Con el fin de facilitar una mejor
comprensión de la situación política en el seno del Frente Popular, así como de
las abreviaturas o siglas ocasionalmente utilizadas de aquí en adelante y correspondientes
a las denominaciones de los partidos, me permito hacer unas breves
aclaraciones.
El Frente Popular estaba compuesto por
los partidos burgueses radicales de Martínez Barrio y Azaña, denominados
respectivamente “Unión Republicana” el primero, e “Izquierda Republicana” el
segundo, así como por los partidos Socialista, Comunista, Sindicalista y la
F.A.I., (Federación Anarquista Ibérica). El Partido Socialista es la
organización política de los sindicatos socialistas (U.G.T. = Unión General de Trabajadores).
La F.A.I. es, asimismo, el exponente político de los sindicatos anarquistas (a
saber: C.N.T.= Confederación Nacional del Trabajo).
La situación de poder, en la medida en
que ésta dependa de la adhesión del pueblo a cada una de dichos partidos, era
la siguiente.
Los dos partidos de derechas contaban
con un número de afiliados reducido. Su influencia se basaba
en la mayor antigüedad de su experiencia
política, así como en la mayor formación y más elevado nivel intelectual de sus
dirigentes y afiliados.
El partido socialista se apoyaba en los
sindicatos de la U.G.T. que contaban con el mayor número de adeptos en Madrid y
Bilbao. En Barcelona y Valencia estaban en minoría. Mas tarde se produjo una
brecha profunda entre el partido y los sindicatos como consecuencia de la
enemistad personal entre Indalecio Prieto, jefe de la mayoría de los diputados
socialistas, y Largo Caballero, el “mandamás”, sin límites, de los sindicatos.
U.G.T. podría ser, numéricamente, la segúnda organización entre las más fuertes
de España.
El partido comunista antes de la guerra
civil no era numéricamente muy importante. El español es exageradamente
individualista y, por lo tanto, anarquista nato; de modo que la teoría
comunista no le agrada en absoluto. Bajo la presión de la influencia rusa
cobró, sin embargo, mucho auge el partido, habiendo intentado, a pesar de la
fuerte oposición de los partidos proletarios, fusionarse con los socialistas,
lo que llegaron a conseguir en las organizaciones juveniles; pero no en cuanto
a los sindicatos, pues siempre hubo una fuerte resistencia en Largo Caballero
que, especialmente durante su presidencia en el Consejo de Ministros, llegó a
oponerse fuertemente a los comunistas.
El partido sindicalista, que no era
fuerte numéricamente hablando, adquirió influencia por la personalidad de quien
lo acaudillaba, Pestaña, fallecido recientemente, el cual había trabajado durante
muchos años de modo decisivo en organizaciones anarquistas.
De la F.A.I., cuya infraestructura está
constituida por los sindicatos de la C.N.T., puede decirse que es la organización
más fuerte, y domina, principalmente, en Cataluña. Allí cuenta aproximadamente con
la afiliación del setenta y cinco por ciento del proletariado. En Valencia,
Murcia, Alicante; es decir, a lo largo del resto de la costa mediterránea,
dispone asimismo de una mayoría, si bien no tan dominante como en Cataluña. En
el centro de España, en Madrid, tiene menos fuerza que la U.G.T.; pero, durante
la guerra, creció mucho el número de sus afiliados ya que sus condiciones de filiación,
al ser más tolerantes, fueron aprovechadas por muchas personas indiferentes,
que no tenían más remedio que acreditar la posesión de un carnet sindical. Un
ciudadano sin semejante carnet no podía en España justificar su existencia y no
gozaba de libertad para vivir con alguna seguridad. En la F.A.I. caben todos,
desde el idealista, en el mejor sentido primitivo cristiano de amor al prójimo
y de fraternidad, hasta el delincuente común. La teoría política de los
anarquistas consiste en una organización sin normas preestablecidas de autoridad.
Son ácratas. Sin forma alguna de gobierno. No son marxistas, sino antimarxistas.
Su ideal es el individualismo ilimitado.
¿Crueldad, española o bolchevique?
A grandes rasgos, hemos expuesto los
contrastes sociales que condujeron a un enfrentamiento, lleno de odio, como fue
la revolución española. Ahora bien, ¿de dónde procede esa crueldad salvaje,
esos tremendos horrores cometidos? ¿Hay que inculpárselos al carácter del
pueblo español o al bolchevismo?
El español, individualmente considerado,
es, salvo pocas excepciones, noble, persona digna, incluso de corazón
bondadoso, si se le sabe llevar. Los españoles y ahora hablo del pueblo, y no
de la gente culta son elementales, no se guían por la razón debidamente
adiestrada, sino por el instinto.
Por ello, no pueden actuar con arreglo a
principios, sino que, más bien, se dejan dominar por la inspiración o
corazonada del momento. Como los niños pequeños, son compasivos y crueles,
según el caso. Lo que les pierde es su sensibilidad ante lo que pueda parecer ridículo.
De ahí que en cuanto se reúnen varios, cada cual en la conversación se reserva
para conocer la opinión de los demás, y entonces, aunque tenga que reprimir sus
buenos sentimientos y por miedo a que se rían de él, se manifiesta con un
egoísmo todo lo exagerado que estima conveniente para aparentar ser superior a
los demás, sin discriminar si ello es bueno o malo.
Si les domina tal psicosis, son capaces
de cualquier atrocidad. Así es como al principio se cometieron, por desgracia,
graves delitos contra el prójimo, también en la zona nacional.
Pero, en la zona nacional, se reprimían
tales brotes de bestial salvajismo y, una vez pasado el desorden inicial, no
sólo se restableció la disciplina legal, sino que se ajustaban las cuentas a
los transgresores aunque fueran miembros de las organizaciones
"blancas". Yo mismo asistí a un juicio, en un Tribunal de Guerra, en
Salamanca en el que condenaron a muerte a ocho falangistas de un pueblo, por
crímenes que habían cometido en las primeras semanas contra otros habitantes
del lugar. Los sacaron encadenados. En cambio, en la parte dominada por los
rojos, estos crímenes, producto de la ferocidad de las masas, iban en aumento,
de semana en semana hasta convertirse en una espantosa orgía de pillaje y de muerte, no sólo en Madrid,
sino en todas las ciudades y pueblos de dicha zona. Aquí, se trataba del
asesinato organizado, ya no era sólo el odio del pueblo sino algo que respondía
a una metodología rusa: era el producto de una "animalización"
consciente del hombre por el bolchevismo. Se trataba de adueñarse de lo que
fuera, a cambio de nada, y si era menester matar, se mataba.
En la amplia masa del pueblo español
dominaba, desde siempre, en materia política, exclusivamente el sentimiento y
nunca la razón. Pero en conflictos anteriores su fanatismo se apoyaba sobre
bases idealistas. El indomable apasionamiento del pueblo español, que a
Napoleón le tocó experimentar, se nutría del odio al extranjero y del orgullo
nacional; en las guerras carlistas, el fanatismo religioso tronaba contra el
liberalismo. Esta vez, sin embargo, debido a la influencia de la progresiva materialización
de las masas populares, como consecuencia de las teorías socialista y
comunista, los motivos de fondo son principalmente
de orden económico y la meta con la que se especula es el disfrutar de la vida
con el mínimo esfuerzo.
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