viernes, 4 de enero de 2013

Programa del Frente Popular (Publicado en Madrid el 15 de enero de 1936)


Programa del Frente Popular (Publicado en Madrid el 15 de enero de 1936)

Los partidos republicanos de Izquierda Republicana, Unión Republicana y el Partido Socialista, en representación del mismo y de la Unión General de Trabajadores, Federación Nacional de Juventudes Socialistas, Partido Comunista, Partido Sindicalista y Partido Obrero de Unificación Marxista, sin perjuicio de dejar a salvo los postulados de sus doctrinas, han llegado a comprometer un plan político común que sirva de fundamento y cartel a la coalición de sus respectivas fuerzas en la inmediata contienda electoral y de norma de gobierno, que habrán de desarrollar los partidos republicanos de izquierda, con el apoyo de las fuerzas obreras, en el caso de victoria. Declaran ante la opinión pública las bases y los límites de su coincidencia política, y, además, la ofrecen a la consideración de las restantes organizaciones republicanas u obreras, por si estiman conveniente a los intereses nacionales de la República venir a integrar, en tales condiciones, el bloque de izquierdas que debe luchar frente a la reacción en las elecciones generales de diputados a Cortes.



Como supuesto indispensable de paz pública, los partidos coaligados se comprometen:



I.- A conceder por una ley una amplia amnistía de los delitos políticos sociales cometidos posteriormente a noviembre de 1933, aunque no hubieran sido considerados como tales por los Tribunales. Alcanzará también a aquellos de igual carácter no comprendidos en la ley de 24 de abril de 1934. Se revisarán, con arreglo a la ley, las sentencias pronunciadas en aplicación indebida de la de Vagos por motivos de carácter político; hasta tanto que se habiliten las instituciones que en dicha ley se prescriben, se restringirá la aplicación de la misma y se impedirá que en lo sucesivo se utilice para perseguir ideales o actuaciones políticas.



II.- Los funcionarios y empleados públicos que hayan sido objeto de suspensión, traslado o separación, acordada sin garantía de expediente o por medio de persecución política, serán repuestos en sus destinos.

El Gobierno tomará las medidas necesarias para que sean readmitidos en sus respectivos puestos los obreros que hubiesen sido despedidos por sus ideas o con motivo de huelgas políticas en todas las corporaciones públicas, en las empresas gestoras de servicios públicos y en todas aquellas en que el Estado tenga vínculo directo.

Por lo que se refiere a las empresas de carácter privado, el Ministerio de Trabajo adoptará las disposiciones conducentes a la discriminación de todos los casos de despido que hubieran sido fundados en un momento político social y que serán sometidos a los Jurados Mixtos para que éstos amparen en su derecho, con arreglo a la legislación anterior a noviembre de 1933 a quienes hubieren sido indebidamente eliminados.



III,. Se promulgará una ley concediendo a las familias de las víctimas producidas por las fuerzas revolucionarias o por actos ilegales de la autoridad y la fuerza pública en la represión la adecuada reparación del daño inferido a las personas.

En defensa de la libertad y de la justicia, como misión esencial del Estado republicano y de su régimen constitucional, los partidos coaligados:

Restablecerán el imperio de la Constitución. Serán reclamadas las transgresiones cometidas contra la ley fundamental. La Ley orgánica del Tribunal de Garantías habrá de ser objeto de reformas, a fin de impedir que la defensa de la Constitución resulte encomendada a conciencias formadas en una convicción o en un interés contrarios a la salud del régimen.

Se procederá a dictar las leyes orgánicas prometidas por la Constitución, que son necesarias para su normal funcionamiento, y especialmente las leyes Provincial y Municipal, que deberán inspirarse en el respeto más riguroso a los principios declarados en aquélla. Se procederá por las Cortes a la reforma de su reglamento, modificando la estructura y funciones de las Comisiones parlamentarias, a cuyo cargo correrá, con el auxilio de los organismos técnicos a ellas incorporados, el trámite formativo de las leyes.

Se declara en todo su vigor el principio de autoridad; pero se compromete su ejercicio sin mengua de las razones de libertad y justicia. Se revisará la ley de Orden Público, para que, sin perder nada de su eficacia defensiva, garantice mejor al ciudadano contra la arbitrariedad del Poder, adoptándose también las medidas necesarias para evitar las prórrogas abusivas de los estados de excepción.

Se organizará una Justicia libre de los viejos motivos de jerarquía social, privilegio económico y posición política. La Justicia, una vez reorganizada, será dotada de las condiciones de independencia que promete la Constitución. Se simplificarán los procedimientos en lo civil; se imprimirá mayor rapidez al recurso ante los Tribunales Contencioso-administrativos, ampliando su competencia, y se rodeará de mayores garantías al inculpado en lo criminal. Se limitarán los fueros especiales, singularmente el castrense, a los delitos netamente militares. Y se humanizará el régimen de prisiones, aboliendo malos tratos o incomunicaciones no decretadas judicialmente.

Los casos de violencia de los agentes de la fuerza pública acaecidos bajo el mando de los Gobiernos reaccionarios aconsejan llevar a cabo la investigación de responsabilidades concretas hasta el esclarecimiento de la culpa individual y su castigo. Se procederá a encuadrar las funciones de cada Instituto dentro de los fines de su respectivo reglamento; serán seleccionados sus mandos y se sancionará con la separación del servicio a todo agente que haya incurrido en malos tratos o parcialidad política. El Cuerpo de Vigilancia se organizará con funcionarios aptos y de cumplida lealtad al régimen.

Se revisarán las normas de disciplina de los funcionarios, estableciendo sanciones graves para toda negligencia o abuso en favor de intereses políticos o en daño del Tesoro público.



IV.- Los republicanos no aceptan el principio de la nacionalización de la tierra y su entrega a los campesinos, solicitado por los delegados del partido socialista. En cambio, consideran conveniente una serie de medidas que se proponen la redención del campesino y del cultivador medio y pequeño, no sólo por ser obra de justicia, sino porque constituye la base más firme de reconstrucción económica nacional.

Para la reforma de la propiedad de la tierra, dictarán nueva Ley de Arrendamientos. Estimularán las formas de cooperación y fomentarán las explotaciones colectivas. Llevarán a cabo una política de asentamientos de familias campesinas, dotándolas de los auxilios técnicos y financieros precisos. Dictarán normas para el rescate de bienes comunales. Derogarán la ley que acordó la devolución y el pago de las fincas de la nobleza.

Nuestra industria no se podrá levantar de la depresión en que se encuentra si no se procede a ordenar todo el complejo sistema de protecciones que el Estado dispensa, según criterio estricto de coordinada subordinación al interés general de la economía.

En consecuencia, procederá un sistema de leyes que fije las bases de la protección a la industria, comprendiendo las arancelarias, exenciones fiscales, métodos de coordinación, regulación de mercados y demás medios de auxilio que el Estado dispense en interés de la producción nacional, promoviendo el saneamiento financiero de las industrias, a fin de aligerar cargas de especulación que, gravando su rentabilidad, entorpece su desenvolvimiento.



V.- Los republicanos consideran la obra pública no sólo como modo de realizar los servicios habituales del Estado o como mero método circunstancial e imperfecto de atender al paro, sino como medio potente para encauzar el ahorro hacia las más poderosas fuentes de riqueza y progreso, desatendidas por la iniciativa de los empresarios.

Se llevarán a cabo grandes planes de construcciones de viviendas urbanas y rurales, servicios cooperativos y comunales, puertos, vías de comunicación, obras de riego o implantación de regadío y transformación de terreno.

Para llevarlas a cabo se procederá a una ordenación legislativa y administrativa que garantice la utilidad de la obra, su buena administración y la contribución a la misma de los intereses privados directamente favorecidos. Los republicanos no aceptan el subsidio de paro solicitado por la representación obrera. Entienden que las medidas de política agraria, las que se han de llevar a cabo el ramo de la industria, las obras públicas y, en suma, todo el plan de reconstrucción nacional, han de cumplir, no sólo su finalidad propia, sino también e] cometido esencial de absorber e] paro.



VI.- La Hacienda y la Banca tienen que estar al servicio del empeño de reconstrucción nacional, desconocer que fuerzas tan sutiles como las del crédito no se pueden forzar por métodos de coacción, ni estimular de fuera el campo seguro de aplicaciones provechosas y empleo remunerador.

No aceptan los partidos republicanos las medidas de nacionalización de la Banca propuestas por los partidos obreros; reconocen, sin embargo, que nuestro sistema bancario requiere ciertos perfeccionamientos si ha de cumplir la misión que le está encomendada en la reconstrucción económica de España. Como mera enumeración ejemplar, señalamos las siguientes medidas:

Dirigir el Banco de España de modo que cumpla su función de regular el crédito conforme exija el interés de nuestra economía, perdiendo su carácter de concurrente de los Bancos y liquidando sus inmovilizaciones.

Someter la Banca privada a reglas de ordenación que favorezcan su liquidez. Mejorar el funcionamiento de las Cajas de Ahorro para que cumplan su papel en la creación de capitales. Respecto a la Hacienda, se comprometen a llevar a cabo una reforma fiscal dirigida a la mayor flexibilidad de los tributos y a la más equitativa distribución de las cargas públicas, evitando el empleo abusivo del crédito público en finalidades de consumo.



VII.- La República que conciben los partidos republicanos no es una República dirigida por motivos sociales o económicos de clases, sino un régimen de libertad democrática impulsado por motivos de interés público y progreso social. Pero precisamente por esa decidida razón, la política republicana tiene el deber de elevar las condiciones morales y materiales de los trabajadores hasta el límite máximo que permita el interés general de la producción, sin reparar, fuera de este tope, en cuantos sacrificios hayan de imponerse a todos los privilegios sociales y económicos. No aceptan los partidos republicanos el control obrero solicitado por la representación del partido socialista. Convienen en:



Restablecer la legislación social en la pureza de sus principios.

Reorganizar la jurisdicción de trabajo en condiciones de independencia.

Rectificar el proceso de derrumbamiento de los salarios del campo, verdaderos salarios de hambre, fijando salarios mínimos.



Lo tomamos de dos fuentes: una, tan hostil a ese programa como es: Joaquín Arrarás, Historia de la Segunda República Española, Editora Nacional, 1968, pp. 30-32; la otra: Pierre Broué, La revolución española (1931-1939), Barcelona: Península, 1977 (trad. de Pilar Bouzas del libro La révolution espagnole 1931-1939, Flammarion 1973), pp. 184-193.

Mundo Obrero escribía ese mismo día, 16 de enero de 1936: «El Frente Popular es el ariete, la catapulta que va a arrollar, a hacer escombros las fotalezas convertidas en guaridas del ignominioso conglomerado reaccionario monárquico y fascista. Es el arma que precisamos para abrir amplio campo al desarrollo de las aspiraciones democráticas». Ibid, p. 33.

Antonio Machado

Requerido el ilustre escritor don Antonio Machado para intervenir en la encuesta abierta para glosar por radio los trece puntos del Gobierno Negrín, ha escrito, con respecto al duodécimo de dichos postulados, lo siguiente:
Los trece puntos del Gobierno de la República. Con esta denominación, designa ya la fama, dentro y fuera de España, una declaración de los propósitos de nuestra guerra, que contiene, al mismo tiempo, los fundamentos de toda una Constitución política, en la cual resplandecen dos grandes virtudes: la de mirar al mañana y la de recoger lo mejor y más esencial de la tradición española.

Yo siento mucho no haber meditado bastante sobre política. Pertenezco a una generación que se llamó a sí misma apolítica, que cometió el grave error de no ver sino un aspecto negativo de la política, de ignorar que la política podía ser algún día una actividad esencialísima, de vida o muerte, para nuestra patria. No es extraño que no sea un hombre de mi quinta, sino de otra posterior, el doctor Negrín, quien tiene hoy la gloria de interpretar, en plena guerra, la voluntad política de España, en un documento que ya la Historia ha hecho suyo, y que merece el respeto y la admiración de todos. Cábeme la profunda satisfacción de no haber sido totalmente recusado en mi vejez por los pecados de mi juventud, de que todavía se quiera escuchar mi voz. cuando tantas otras, justamente autorizadas, tienen la palabra.

El Estado español --dice en el punto duodécimo-- se reafirma en la doctrina constitucional de renuncia a la guerra como instrumento de política nacional. España, fiel a los Pactos y Tratados, apoyará la política simbolizada en la Sociedad de Naciones, ratifica y mantiene los derechos propios del Estado español, y reclama, como Potencia mediterránea, un puesto en el concierto de las naciones, dispuesta siempre a colaborar en el afianzamiento de la seguridad colectiva y de defensa general del país. Para contribuir de una manera eficaz a esta política, España desarrollará e intensificará todas sus posibilidades de defensa.

Reparemos en el contenido de este párrafo esencialísimo sin pretender completarlo, porque su análisis completo requiere muy hondas meditaciones, que se exceden en mucho a nuestra capacidad de reflexión. Con toda energía, se hace constar en él que el Estado se reafirma en una doctrina constitucional: la de la Constitución que debe ser sagrada para nosotros, la Constitución cien veces legítima de España, votada en unas Cortes Constituyentes como expresión inequívoca de la voluntad política de la nación, precisamente la Constitución hollada, ultrajada y pérfidamente combatida por militares facciosos que se alzaron en armas contra ella... No lo digo bien; procuraré expresarme con más exactitud. Los militares no se alzaron en armas contra la Constitución, se alzaron con las armas, cobarde y subrepticiamente, para dejarla totalmente indefensa, aunque, por fortuna, los heroicos puños del pueblo supieron defenderla, la están defendiendo todavía.

De modo que el gobierno de la República, en el párrafo duodécimo del documento que analizamos, no promete novedades para ponerse a tono con circunstancias políticas que pudieran serle propicias, sino que se afirma en la doctrina constitucional, que representa la evolución histórica de su pueblo, en el momento en que la traición de dentro y la codicia de fuera surgieron en su camino.

El Estado español se reafirma en la doctrina constitucional de renunciar a la guerra como instrumento de política nacional. Esto quiere decir, y lo dice muy ciertamente, que España renuncia para siempre a toda ambición imperialista, a todo ensanchamiento territorial debido a la violencia. Esta declaración pudiera parecer superflua al pensamiento superficial, pero de ningún modo lo es, porque España, reducida al dominio de su metrópoli, que actualmente se le disputa, ha sido un gran Imperio, y la nostalgia de volver a serlo tendría en ella razones psicológicas muy hondas, que otros muchos pueblos no podrían invocar. Pero España, en su Constitución y en el magnífico documento del doctor Negrín, no las invoca, porque está mucho más allá de ellas. España es, en el fondo, fiel a su historia, al hacer hoy, mutatis mutandis, lo que ha hecho siempre: dar más que recibe. España ha sido, en efecto, un pueblo de conquistadores; América es su gesta inmortal. Pero España no ha conquistado nunca para sí misma, no ha sido nunca un pueblo de presa, como lo han sido otros muchos. Sus conquistas en América van precedidas del descubrimiento de un continente, de todo un mundo nuevo. ¿Qué representan unas cuantas batallas ganadas a los indios por nuestros capitanes ante aquella ingente labor exploradora, de adentramiento y de aventuras en países desconocidos, bajo climas crueles, ante aquella lucha gigantesca contra una naturaleza hostil, inhóspita, abrumadora? La gran gesta española es la conquista de la naturaleza, si queréis, de la geografía para la Historia.

Nunca invocó España --a la manera de los totalitarios-- la virtud de la fuerza para el dominio de los hombres. Se podrán discutir sus razones y sus ideales, de ningún modo su posición ética; porque siempre ha creído servir a una causa más alta que su propio egoísmo.

Cuando el doctor Negrín, en el número doce de su escrito, declara que España renuncia a la guerra como instrumento político, hace una afirmación españolísima, que autoriza y confirma lo más esencial de la tradición española.

España, fiel a los Pactos y Tratados, apoyará la política simbolizada en la Sociedad de Naciones que ha de presidir siempre sus normas. Reparemos en que cuando el doctor Negrín habla de la Sociedad de Naciones, que ha sido, en efecto, creada para fines tan altos como de ponerse a todos los pueblos bajo el imperio de la justicia, de ningún modo para coadyuvar al exterminio de los débiles para conservar el equilibrio de fuerzas antagónicas entre los fuertes. La política que ella simboliza, de buen o de mal grado, nada tiene que ver con el estado empírico de ese organismo de opereta justamente desacreditado en nuestros días.

España --continúa el documento-- ratifica y mantiene los derechos propios del Estado español, y reclama, como Potencia mediterránea, un puesto en el concierto de las naciones, dispuesta siempre a colaborar en el afianzamiento de la seguridad colectiva y de defensa general del país. En los momentos que vivimos, cuando se lucha en defensa de los derechos inalienables, no huelga de ningún modo invocarlos, puesto que no falta quien, ciega y bárbaramente, pretende desconocerlos para atropellarlos. España es, efecto, potencia mediterránea por su posición geográfica, por virtud de su historia y por razones étnicas de todos conocidas. Cuando, a título de tal, reclama un puesto en el concierto de las naciones, no tiene ninguna pretensión usuraria, ninguna ambición desmedida. Fiel a su historia, no expresa ningún propósito de hegemonía sobre las naciones de Europa. Porque España, este vasto promontorio del Occidente europeo, gran escudo de Europa durante ocho siglos; España, por quien existen potencias oceánicas y mundiales, ha dado siempre --repito-- más de lo que ha recibido, y este sentido generoso de su actuación en la Historia no lo ha perdido nunca. A cambio de tanta nobleza --digámoslo de paso-- España ha sido víctima de las mayores calumnias; porque hasta el título de europea se le ha negado. Quienes, con total desconocimiento de la Historia y de la geografía, sostienen que el África empieza en los Pirineos, olvidan que en Europa occidental, erizado de sierras y poblado de pechos indomables, merced a los cuales Europa es Europa. Olvidan quienes pretenden disminuir a España como potencia en el mar latino que cuando España había descubierto y daba su sangre a un continente más allá del Atlántico, conservó Venecia la hegemonía del Mediterráneo con la ayuda de España, y que merced a España triunfadora en Lepanto no fue el Mediterráneo un lago totalmente entregado a las amenazas del poderío truco y a las piraterías berberiscas. Miguel de Cervantes, el más egregio soldado en las galeras de España y el más ilustre cautivo europeo que tuvo Argel, viene hoy a nosotros para decirnos: En verdad que ese título de potencia mediterránea no se lo hemos robado a nadie.

Para contribuir de una manera eficaz a esta política --termina el párrafo duodécimo-- España desarrollará e intensificará todas sus posibilidades de defensa. Oídlo bien, amigos muy queridos de Francia y de Inglaterra, porque España no habla el lenguaje equívoco y perverso de las Cancillerías: todas sus posibilidades de defensa, y ninguna de sus posibilidades de agresión. Oídlo también vosotros, mal encubiertos enemigos de la España leal, encaramados en el poder de dos pueblos amigos, que de ningún modo pueden ser enemigos nuestros. La defensa que España quiere desarrollar e intensificar, no es sólo la suya, ¡tan legítima!; es también la que vosotros tenéis abandonada en provecho de nuestros comunes enemigos, que son los más implacables enemigos nuestros. Fiel a su historia, fiel a su tradición, siempre generosa, la España leal al gobierno de su gloriosa República, no sólo defiende la integridad de su territorio y el derecho a disponer de su propio destino: defiende también, y sobre todo, la hegemonía de las dos grandes democracias del Occidente europeo, la llave de un imperio civilizador, las rutas marítimas de otro gran pueblo orgullo de la Historia; y las defiende contra los poderes demoníacos de las llamadas potencias totalitarias, contra la barbarie que amenaza anegar el mundo entero.

Bajo las bombas asesinas de los totalitarios, jurados enemigos del género humano, bajo un diluvio de iniquidades y en plena refriega, España ha tenido el ánimo sereno, la inteligencia clara y el pulso firme para escribir un documento en el cual, sin odios ni jactancias, se expresa la voluntad política de un pueblo. Y no digo más, porque mi deber estricto se limita a comentar el párrafo doce. Otros mejores que yo os hablarán de los demás.
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Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 288-92.
En la patriótica emisión de radio que diariamente se da con el título «La Voz de España», ha sido divulgada la siguiente alocución del ilustre poeta don Antonio Machado:
A todos los españoles: Más de una vez he dicho, y nunca me cansaré de repetirlo, que mi ideario político se ha limitado siempre a aceptar como legítimo solamente el Gobierno que representa la voluntad del pueblo, libremente expresada. He de añadir que la palabra `pueblo' no tiene para mí una marcada significación de clase: del pueblo español forman parte todos los españoles. Por eso estuve siempre al lado de la República Española, en cuyo advenimiento trabajé en la modesta medida de mis fuerzas y dentro de los cauces que yo estimaba legales. Cuando la República se implantó en España, como una inequívoca expresión de la voluntad política de nuestro pueblo, la saludé con alborozo y me apresté a servirla, sin aguardar de ella ninguna ventaja material. Si ella hubiera venido como consecuencia de un golpe de mano, como imposición de la astucia o de la violencia, yo hubiera estado siempre enfrente de ella. Yo sé muy bien que dentro de una República se plantean problemas mucho más hondos que el estrictamente político --son ellos de índole económica, social, religiosa, cultural, en suma--, y que, dentro de esa República, caben ideologías no sólo diversas, sino hasta encontradas. Pero por muy honda y enconada que sea la lucha, la República conserva su legitimidad mientras la voluntad del pueblo, libremente expresada, no la condene. Por eso cuando un grupo de militares volvió contra el legítimo Gobierno de la República las armas que de él había recibido para defenderla de agresiones injustas, yo estuve, sin vacilar, al lado de ese gobierno desarmado. Sin vacilar, digo, y también sin la menor jactancia; porque creía cumplir un deber estricto. Los profesionales de las armas no eran ya el ejército de España; el ejército de España era entonces, para mí, aquel que el pueblo hubo de improvisar con los mejores de sus hijos; un ejército tan débil e insuficientemente armado por fuera, como fuerte y superabundantemente provisto, por dentro, de razón y de energía moral. Improvisado, digo, con los mejores de sus hijos, y no vacilo en añadir: con un pequeño grupo de voluntarios propiamente dichos, de hombres abnegados y generosos que venían a España, sin la más leve ambición material, a verter su sangre en defensa de una causa justa.

Con todo ello, y convencido de la ceguera, de los errores, de la injusticia de nuestros adversarios, de cuya índole facciosa no dudé un momento, confieso que nunca pude aborrecerlos; con todos sus yerros, con todos sus pecados, eran españoles; y el lazo fraterno, hondamente fraterno de la patria común, no podía romperse ni con la más enconada guerra civil.

ºPero se inició el hecho monstruoso de la invasión extranjera. De un modo subrepticio y cobarde, la invasión se produjo, y fue tomando cuerpo y realidad innegable a medida que el tiempo avanzaba. Dos pueblos extranjeros habían penetrado en España para disponer de su destino futuro y para borrar por la fuerza y la calumnia su historia pasada. En el trance trágico y decisivo que hoy vivimos, no puede haber dudas ni vacilaciones para un español. Ya no le es dado elegir bando ni bandería: Ha de estar necesariamente con España y en contra de los invasores. Dejemos a un lado la parte de culpa que en la invasión de España hayan podido tener los españoles mismos. Si este pecado existe, alguien lo cometió conscientemente, es de índole tal que escapa al poder de sanción de todo tribunal humano.

Reparad también en que ni siquiera he hablado del fascismo ni de marxismo. No creo que haya nadie en España que diste más que yo del ideario fascista. Siempre he creído, sin embargo, que, desde un punto de vista teórico, cabe ser fascista sin por ello dejar de ser español. Mas siempre he afirmado que no se puede ser español y entregar el territorio y los destinos de España a la codicia imperialista del fascio italiano o del racismo alemán. No creo que nadie, hoy, en España, pueda pretender honradamente que esto sea posible.

Se nos ha calumniado, dentro y fuera de España, diciendo que nosotros también servimos una causa extranjera; que trabajamos por cuenta de Rusia. La calumnia es doblemente pérfida, pero tan grosera, que no ha podido engañar a nadie que no sea perfectamente imbécil. Porque todos saben (están hartos de saber) que Rusia, ese pueblo admirable, que renunció a su imperio para libertar a sus pueblos, no atentó nunca a la libertad de los ajenos y que no tuvo jamás la más leve ambición territorial en España. Esto lo saben todos, aunque muchos disimulen ignorarlo.

Ha llegado el día, hombres de España, de España entera --quiero decir de todos los pueblos hispánicos cuyo territorio está invadido-- en que hemos de reconocer esta verdad inconcusa: nuestro deber más imperioso es luchar por nuestra independencia terriblemente amenazada. Y España es fuerte, mucho más fuerte de lo que piensan nuestros enemigos, porque, como he dicho una vez, y no me importa repetirlo. España no es una invención de la diplomacia extranjera o la resultante de tratados de paz más o menos ineptos. Lleva siglos de vida propia, perfectamente definida por su raza, por su lengua, por su geografía, por su historia y por su aportación a la cultura universal. No dudéis un momento que traiciona a su patria quien se niega a defenderla contra la invasión extranjera.

El gobierno de nuestra República, en el ejercicio de un derecho incuestionable, y en el cumplimiento de su más alto deber, ha formulado en el documento del doctor Negrín, de todos conocido, las líneas generales de los fines de guerra para España entera. Nada en ellos se prejuzga; nada en ellos implica coacción o amenaza. Todo en ellos significa atención y respeto para todas las buenas voluntades de España. Meditadlo bien. Y escuchad, al par, el dictado de vuestra conciencia. El os señalará el único camino para ser españoles.
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Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 294-97.
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Nunca olvidaré unas palabras de Dostoyevski, leídas recientemente, pero que coinciden con la idea que hace ya muchos años me había yo formado del alma rusa: «Sí, hijo mío, te lo repito, yo no puedo dejar de respetar mi nobleza. Se ha creado entre nosotros, en el curso de los siglos, un tipo superior de civilización desconocido en otras partes, que no se encuentra en todo el universo: el hombre que sufre por el mundo». Como a nuestro Unamuno España, le dolía al ruso el mundo entero.
Dejando a un lado cuanto puede haber de jactancia y aun de prejuicio aristocrático en las citadas frases, que pone Dostoyevski en boca de un personaje de sus novelas, reparemos en que ellas expresan una esencialísima verdad ruso. ¿Y es ahí donde hemos de buscar la más honda raíz de la Rusia de hoy?

Como las grandes montañas cuando nos alejamos de ellas, la nueva Rusia se nos agiganta al correr de los años. ¿Quién será hoy tan ciego que no vea su grandeza? La proclaman sus mismos enemigos. Los millones de hombres con el escudo al brazo que militan contra la nueva Rusia nos dicen claramente con su actitud defensiva que es hoy Moscú el foco activo de la historia. Londres, París, Berlín, Roma son faros intermitentes, luminarias mortecinas que todavía se transmiten señales, pero que ya no alumbran ni calienta, y que han perdido toda virtud de guías universales.

Reparemos en la pobre idea que dan de sí mismas esas democracias que fueron un día el orgullo del mundo; veamos cuanto sale o se guisa en sus cancillerías, incapaces de invocar --siquiera sea a título de dignidad formularia-- ningún principio ideal, ninguna severa norma de justicia. Como si estuvieran vencidas de antemano, o subrepticiamente vendidas al enemigo, como si presintiesen que la llave de su futuro no está ya en su poder, apenas si tienen movimiento que no revele un miedo insuperable a lo que puede venir. Reparemos en su actuación desdichada en la Sociedad de Naciones, convirtiendo una institución nobilísima, que hubiera honrado a la humanidad entera, en un órgano superfluo, cuando no lamentable, y que sería de la más regocijante ópera bufa si no coincidiese con los momentos más trágicos de la historia contemporánea.

Reparemos en esos dos hinchados dictadores que pretenden asustar al mundo y a quienes Roma y Berlín soportan y exaltan. Ellos no invocan la abrumadora tradición de cultura de sus grandes pueblos respectivos: la declaran superflua; proclaman, en cambio, una voluntad ambiciosa, un culto al poder por el poder mismo, un deseo arbitrario de avasallar al mundo, que pretenden cohonestar con una ideología rancia, cien veces refutada y reducida al absurdo por el solo hecho de la guerra europea. Roma y Berlín son hoy los pedestales de esas dos figuras de teatro, abominables máscaras que suelen aparecer en los imperios llamados a ser aniquilados, por enemigos del género humano. La historia no camina al ritmo de nuestra impaciencia. No vivirá mucho, sin embargo, quien no vea el fracaso de esas dos deleznables organizaciones políticas que hoy representan Roma y Berlín.

Moscú, en cambio --resumamos en este claro nombre toda la vasta organización de la Rusia actual--, aunque salude con el puño cerrado, es la mano abierta y generosa, el corazón hospitalario para todos los hombres libres, que se afanan por crear una forma de convivencia humana que no tiene sus límites en las fronteras de Rusia. Desde su gran revolución, un hecho genial surgido en plena guerra entre naciones, Moscú vive consagrado a una labor constructora, que es una empresa gigante de radio universal.

La fuerza incontrastable de la Rusia actual radica en esto. Rusia no es ya una entidad polémica, como lo fue la Rusia de los zares, cuya misión era imponer un dominio, conquistar por la fuerza una hegemonía entre naciones. De esa vanidad, que todavía calienta los sesos de Mussolini, ese faquín endiosado, se curaron los rusos hace ya veinte años. La Rusia actual nace con la renuncia a todas las ambiciones del Imperio, rompiendo todas las cadenas, reconociendo la libre personalidad de todos los pueblos que la integran. Su mismo ejército, el primero del mundo, no sólo en número, sino, sobre todo, en calidad, no es esencialmente el instrumento de un poder que amenace a nadie, ni a los fuertes ni a los débiles, responde a la imperiosa necesidad de defensa que le imponen la muchedumbre y el encono de sus enemigos; porque contra Rusia militan las fuerzas al servicio de todos los injustos privilegios del mundo. Sus gobernantes no lo olvidan. La política de Lenin y Stalin se caracteriza no sólo por su alcance universal, sino también por un claro sentido de lo real, cuya ausencia es siempre en política causa de fracaso. Mas la Rusia actual, la Gran República de los Soviets, va ganando, de hora en hora, la simpatía y el amor de los pueblos; porque toda ella está consagrada a mejorar las condiciones de la vida humana, al logro efectivo, no a la mera enunciación, de un propósito de justicia. Esto es lo que no quieren ver sus enemigos, lo que muchos de sus amigos no han acertado a ver con claridad: el sentido generoso y fraterno, íntegramente humano, de todas las creaciones del alma rusa, el que impera en esa magnífica Unión de Repúblicas Soviéticas, cuyo vigésimo aniversario se celebrará en el año que corre.

Pero Rusia, la Rusia actual, que todos admiramos y que ilumina a muchos con sus potentes reflectores enfocados hacia el porvenir, no es, como algunos creen, un fenómeno meteórico e inexplicable, venido de otras esferas para asombro de nuestro planeta; no es, como piensan otros, una consecuencia asiática del pensamiento teutónico de Carlos Marx; no es, tampoco, un engendro de la Revolución de Octubre, ni mucho menos ha salido --la Rusia actual-- acabada y perfecta, de la cabeza de Lenin, como Minerva de la cabeza de Júpiter. No. A mi juicio no es nada de esto. Los viejos amigos de Rusia, los que conocíamos, antes de su gran Revolución y aun antes de la guerra mundial, algo de su admirable literatura --Dostoyevski, Turguénef, Tolstoy-- sabemos que, bajo el dominio despótico de los zares, estaban ya maduras las virtudes específicamente rusas sobre las cuales se asienta la Rusia de hoy. Aquellos libros que leíamos siendo niños, y que llegaban a nosotros, trasegados del ruso al alemán, del alemán al francés y del francés al español chapucero de los más baratos traductores de Cataluña, dejaban en nuestras almas, a pesar de tantas torpes decantaciones lingüísticas, una huella muy honda, nos conmovían más que nuestras mejores novelas contemporáneas --buena lección para meditar por nuestros culteranos deshumanizadores de arte literario. Y es que a través de la más inepta traducción de La guerra y la paz --por aducir un ejemplo ingente-- llega a nosotros, todavía, un mensaje del alma eslava, amplia y profundamente humano, que parece revelarnos un mundo nuevo. Entendámonos: nuevo con relación al mundo mezquino y provinciano de la moderna literatura occidental. En verdad, no es un mensaje literario éste que el alma rusa nos envía en sus obras maestras. Ni siquiera sabemos si las novelas de Tolstoy o Dostoyevski están bien o mal escritas en su lengua. Suponemos que lo estarán soberbiamente. Pero sabemos con certeza la mucha humanidad que contienen, la gran copia de vidas humanas, al margen de toda frivolidad, que en ellas se representan; sabemos que esas vidas humanas, las más humildes como las más egregias, parecen movidas por un resorte esencialmente religioso, una inquietud verdadera por el total destino del hombre. Bajo la férula de su imperio despótico, de espíritu más o menos tártaro o mongólico, al margen de su Iglesia fosilizada en normas bizantinas, el alma eslava ha captado, ha hecho suyas las más finas esencias del cristianismo. Sólo el ruso, a juzgar por su gran literatura, nos parece vivir en cristiano, quiero decir auténticamente inquieto por el mandato del amor de sentido fraterno, emancipado de los vínculos de la sangre, de los apetitos de la carne, y del afán judaico de perdurar, como rebaño, en el tiempo. Sólo en labios rusos esta palabra: hermano, tiene un tono sentimental de compasión y amor y una fuerza de humana simpatía que traspasa los límites de la familia, de la tribu, de la nación, una vibración cordial de radio infinito.

Roma contra Moscú, se dice hoy; yo diría mejor: Roma y Berlín, las dos fortalezas paganas, la germánica y la latina, del cristianismo occidental contra el foco del cristianismo auténtico. Pero Roma y Berlín --Berlín sobre todo-- militan contra Moscú hace ya tiempo. En los momentos de mayor auge de la literatura rusa, hondamente cristiana, el semental humano de la Europa central lanza por boca de Nietzsche su bramido de alarma, su terrible invectiva contra el Cristo viviente en el alma rusa, su crítica corruptora y corrosiva de las virtudes específicamente cristianas. Bajo un disfraz romántico, a la germánica, aquel pobre borracho de darwinismo escupe al Cristo vivo, al ladrón de energías, al enemigo, según él, del porvenir zoológico de la especie humana, toda una filosofía tejida de blasfemias y contradicciones. Nietzsche contra Tolstoy. ¿Por qué no decirlo, en esta época de gruesas simplificaciones, a la teutónica?

Cuando en el año 14 estalla la guerra, Berlín embiste contra Moscú con la mitad de su cornamenta, y hubiera embestido con toda ella sin la obsesión de París, que le embargaba la otra mitad. Y es el imperio de Pedro el Grande lo que se viene abajo, la gran coraza que ahogaba el pecho ruso, lo que salta en pedazos. Moscú, considerado como hogar simbólico del alma rusa, ha quedado intacto y libre.

Libre, en efecto, de su imperio y de su Iglesia, instrumentos férreos que atenazaban el corazón de Rusia. Fuerzas autóctonas, las de su gran Revolución que se gestaba hacía ya mucho tiempo, colaboraron desde dentro con los cañones germanos que atacaban desde fuera.

Y volvamos a la Rusia actual, la Rusia soviética, que dice profesar un puro marxismo. El fenómeno parece extraño. La historia es una caja de sorpresas, cuando no un ameno relato de lo pretérito, o como decía Valera, aludiendo a la filosofía de la historia: el arte de profetizar lo pasado. Pero el hecho no es tan sorprendente como a primera vista pudiéramos juzgarlo. Es muy posible, casi seguro, que el alma rusa no tenga, en el fondo y a la larga, demasiada simpatía por el dogma central del marxismo, que es una fe materialista, una creencia en el hambre como único y decisivo motor de la historia. Pero el marxismo tiene para Rusia, como para todos los pueblos del mundo, un valor instrumental inapreciable. El marxismo contiene las visiones más profundas y certeras de los problemas que plantea la economía de todos los pueblos occidentales. A nadie debe extrañar que Rusia haya pretendido utilizar el marxismo en su mayor pureza, al ensayar la nueva forma de convivencia humana, de comunión cordial y fraterna, para enfrentarse con todos los problemas de índole económica que necesariamente habrían de salirle al paso. Tal vez sea éste uno de los grandes aciertos de sus gobernantes.

Mi tesis es ésta: la Rusia actual, que a todos nos asombra, es marxista, pero es mucho más que marxismo. Por eso el marxismo, que ha traspasado todas las fronteras y está al alcance de todos los pueblos, es en Rusia en donde parece hablar a nuestro corazón.

Y de esto trataremos largamente otro día.
(Valencia, septiembre de 1937)
Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983.

Conviene no escuchar demasiado los cantos de las sirenas, o mejor dicho conviene no confundirlas con las voces leales. Porque los días se acercan de mayor peligro para este vasto promontorio de Occidente, ancha cola o rabo, ya no del todo por desollar, de la vieja Europa.
Por las puertas de la traición han entrado nuestros enemigos, salvo aquellos que ya estaban dentro, dedicados a franquearlas. En verdad, no faltaron Laocoontes que denunciasen a tiempo lo que llevaba en el vientre el caballo de nuestra Troya republicana. Acaso no gritaron bastante; la verdad es que no fueron oídos. A costa de mucha sangre, saben hoy casi todos en qué consistía la faena de aquel infatigable ensanchador de la base de nuestra República. Pero aquello es ya lo irremediable, y aunque no conviene olvidarlo, fuerza es pensar en otras traiciones más graves, que todavía puede reservarnos una mañana más o menos, nunca demasiado, remoto. Por fortuna, los vigías están hoy en sus puestos; y los oídos son hoy más finos que lo fueron entonces. Conviene no olvidar, sin embargo, que toda vigilancia es poca, y que los gritos de alerta no son todavía superfluos.

Conviene desconfiar, con máxima desconfianza, de todos aquellos que, más allá del Pirineo, nos hablan todavía de la no intervención en España, sobre todo cuando simulan ignorar que la no intervención fue, desde un principio, una groserísima cobertura del convenio entre cuatro gobiernos intervencionistas, dos de los cuales eran auténticos invasores de España; los otros dos, sus indirectos coadyuvantes, pues negaban a España sus más legítimos medios de defensa.

Entre esos simuladores, hay algunos un tanto arrepentidos de su conducta, no por el daño que hicieron a España, sino por miedo a ser señalados entre los suyos como desleales a su patria, porque vendían como política nacional una política de clase. Entre ellos hay alguno que, no contento de contribuir al asesinato de España, vendía a su nación, y además, a su clase. De ése, menos que de nadie, hemos de contribuir nosotros a cohonestar la conducta. Toda nuestra gratitud, en cambio, será poca para nuestros verdaderos amigos de Francia y de Inglaterra, y para quienes, como el representante de la URSS, lucharon sin tregua por entorpecer los manejos hipócritas, y revelar al mundo el cinismo y mala fe de los cuatro gobiernos aludidos, a saber Inglaterra, Francia, Alemania e Italia.

El tiempo continúa su marcha inexorable --fugit irreparabile tempus--, y del porvenir, la inagotable caja de sorpresas, hemos de confesar que sabemos muy poco. No tan poco, sin embargo, que todo no sea absolutamente imprevisible: también lo esperado puede saltar como la liebre, cuando menos se espera; la caja de sorpresas nos reserva esa sorpresa más. España ha sido, en verdad, consecuente consigo misma cuando, bajo un diluvio de iniquidades, ha adelantado el pecho, para pasar el Ebro, y escribir a su margen la más gloriosa gesta de su historia. Entre las viejas cuentas del astuto abogado de la City, ha surgido esa cifra inesperada y desconcertante. Nosotros la esperábamos, aunque, al producirse, nos asombre.

España ha sido consecuente consigo misma, cuando el doctor Negrín la ha proclamado como sustentadora de los valores éticos universales, cuando el doctor Negrín y Álvarez del Vayo han exaltado en Ginebra --la hoy lamentable Ginebra, tantas veces antaño patria y asilo de la libertad-- el gesto españolísimo, y han sabido oponer la suprema hombría de bien al despotismo del fascio inverecundo y a la suprema avilantez del fascio encubierto. España ha sido consecuente consigo misma cuando, abrumados nosotros por la adversidad y en los momentos de mayor angustia, nos ha hecho sentir el supremo orgullo de ser españoles. De suerte que ya sabemos que no todo fue sorpresa en lo pasado, y sospechamos que no todo ha de serlo en el futuro.

No hemos tampoco de apartar nuestros ojos de las iniquidades previstas, porque la mayor parte de todas tal vez se guisa ya en las cocinas de nuestros adversarios. Fuera de España, en la brumosa Albión, hay alguien que no duerme, porque, como Macbeth, ha asesinado un sueño, y no precisamente en su castillo de Escocia, sino en el corazón de la City. Es de esperar que en la pendiente del crimen y del miedo, también como Macbeth, no pueda detenerse. Por lo demás, sus brujas lo engañarán con la verdad, hasta el fin. Tampoco él ha de creer en el milagro del bosque semoviente, ni en el invulnerable ardimiento del hijo de la loba... romana. No agotemos el símil. Él irá hasta el fin, el suyo, que no lleva trazas de ser demasiado gallardo. Procuremos nosotros apartarnos de su camino, mas sin quitarle ojo. Y, cuando gritemos, que se nos oiga más allá del Atlántico.
 Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 278-80.

La Sra. Ibarruri tiene la palabra.

La Sra. Ibarruri tiene la palabra.
¡Señores Diputados!
 Por una vez, y aunque ello parezca extraño y paradójico, la minoría comunista está de acuerdo con la proposición no de ley presentada por el señor Gil Robles, proposición tendente a plantear la necesidad de que termine rápidamente la perturbación que existe en nuestro país; pero si en principio coincidimos en la existencia de esta necesidad, comenzamos a discrepar en seguida, porque para buscar la verdad, para hallar las conclusiones a que necesariamente tenemos que llegar, vamos por caminos distintos, contrarios y opuestos.
 El Sr. Gil Robles ha hecho un bello discurso y yo me voy a referir concretamente a él, ya que al Sr. Calvo Sotelo le ha contestado cumplidamente el Sr. Casares, poniendo al descubierto los propósitos de perturbación que traía esta tarde al Parlamento con el deseo, naturalmente, de que sus palabras tuvieran repercusiones fuera de aquí, aunque por necesidad me referiré también en algunos casos concretos a las actividades del señor Calvo Sotelo.

Decía que el Sr. Gil Robles había pronunciado un bello discurso, tan bello y tan ampuloso como los que el Sr. Gil Robles acostumbraba a pronunciar cuando en plan de jefe indiscutible --esto no se lo reprocho-- iba por aldeas y ciudades predicando la buena nueva del socialismo cristiano, la buena nueva de la justicia distributiva se tradujese en hechos de gobierno, cuando el Sr. Gil Robles participaba intensamente en él, tales como el establecimiento de los jornales católicos en el campo, de los jornales de 1,50 y de dos pesetas.

El Sr. Gil Robles, hábil parlamentario y no menos hábil esgrimidor de recursos oratorios, retóricos, de frases de efecto, apelaba a argumentos no muy convincentes, no muy firmes, tan escasos de solidez como la afirmación que hacía de la falta de apoyo por parte del Gobierno a los elementos patronales. Y al argüir con argumentos falsos, sacaba, naturalmente, falsas conclusiones; pero muy de acuerdo con la misión que quien puede le ha confiado en esta Cámara y que S.S., como los compañeros de minoría, sabe cumplir a la perfección, esgrimía una serie de hechos sucedidos en España, que todos lamentamos, para demostrar la ineficacia de las medidas del Gobierno, el fracaso del Frente Popular.

Su señoría comenzaba a hacer la relación de hechos solamente desde el 16 de Febrero y no obtenía una conclusión, como muy bien le han dicho los señores Diputados que han intervenido; no obtenía la conclusión de que es necesario averiguar quiénes son los que han realizado esos hechos, porque el Sr. Gil Robles no ignora, por ejemplo, que, después de la quema de algunas iglesias, en casa de determinados sacerdotes se han encontrado los objetos del culto que en ocasiones normales no suelen estar allí.

No quiero hacer simplemente un discurso; quiero exponer hechos, porque los hechos son más convincentes que todas las frases retóricas, que todas las bellas palabras, ya que a través de los hechos se pueden sacar consecuencias justas y a través de los hechos se escribe la Historia. Y como yo supongo que el Sr. Gil Robles, como cristiano que es, ha de amar intensamente la verdad y ha de tener interés en que la Historia de España se escriba de una manera verídica, voy a darle algunos argumentos, voy a refrescarle la memoria y a demostrarle, frente a sus sofismas, la justeza de las conclusiones adonde yo voy a llegar con mi intervención.

Pero antes permítame S.S. poner al descubierto la dualidad del juego, es decir, las maniobras de las derechas, que mientras en las calles realizan la provocación, envían aquí unos hombres que, con cara de niños ingenuos vienen a preguntarle al Gobierno qué pasa y a dónde vamos.

¡Señores de las derechas! Vosotros venís aquí a rasgar vuestras vestiduras escandalizados y a cubrir vuestras frentes de ceniza, mientras, como ha dicho el compañero De Francisco, alguien, que vosotros conocéis y que nosotros no desconocemos tampoco, manda elaborar uniformes de la Guardia Civil con intenciones que vosotros sabéis y que nosotros no ignoramos, y mientras, también, por la frontera de Navarra, ¡Sr. Calvo Sotelo!, envueltas en la bandera española, entran armas y municiones con menos ruido, con menos escándalo que la provocación de Vera del Bidasoa, organizada por el miserable asesino Martínez Anido, con el que colaboró S.S. y para vergüenza de la República española, no se ha hecho justicia ni con él ni con S.S., que con él colaboró. Como digo, los hechos son mucho más convincentes que las palabras. Yo he de referirme no solamente a los ocurridos desde el 16 de febrero, sino un poco tiempo más atrás, porque las tempestades de hoy son consecuencia de los vientos de ayer.

¿Qué ocurrió desde el momento en que abandonaron el Poder los elementos verdaderamente republicanos y los socialistas? ¿Qué ocurrió desde el momento en que hombres que, barnizados de un republicanismo embustero, pretextaban querer ampliar la base de la República, ligándoos a vosotros, que sois antirrepublicanos, al Gobierno de España? Pues ocurrió lo siguiente: Los desahucios en el campo se realizaban de manera colectiva; se perseguía a los Ayuntamientos vascos; se restringía el Estatuto de Cataluña; se machacaban y se aplastaban todas las libertades democráticas; no se cumplían las leyes de trabajo; se derogaba, como decía el compañero De Francisco, la ley de Términos municipales; se maltrataba a los trabajadores, y todo esto iba acumulando una cantidad enorme de odios, una cantidad enorme de odios, una cantidad enorme de descontento, que necesariamente tenía que culminar en algo, y ese algo fue el octubre glorioso, el octubre del cual nos enorgullecemos todos los ciudadanos españoles que tenemos sentido político, que tenemos dignidad, que tenemos noción de la responsabilidad de los destinos de España frente a los intentos del fascismo.

Y todos estos actos que en España se realizaban durante la etapa que certeramente se ha denominado del «bienio negro» se llevaban a cabo, ¡Sr. Gil Robles!, no sólo apoyándose en la fuerza pública, en el aparato coercitivo del Estado, sino buscando en los bajos estratos, en los bajos fondos que toda sociedad capitalista tiene en su seno, hombres desplazados, cruz del proletariado, a los que dándoles facilidades para la vida, entregándoles una pistola y la inmunidad para poder matar, asesinaban a los trabajadores que se distinguían en la lucha y también a hombres de izquierda: Canales, socialista; Joaquín de Grado, Juanita Rico, Manuel Andrés y tantos otros, cayeron víctimas de estas hordas de pistoleros, dirigidas, ¡Sr. Calvo Sotelo!, por una señorita, cuyo nombre, al pronunciarlo, causa odio a los trabajadores españoles por lo que ha significado de ruina y de vergüenza para España y por señoritos cretinos que añoran las victorias y las glorias sangrientas de Hitler o Musolini.

Se produce, como decía antes, el estallido de octubre; octubre glorioso, que significó la defensa instintiva del pueblo frente al peligro fascista; porque el pueblo, con certero instinto de conservación, sabía lo que el fascismo significaba: sabía que le iba en ello, no solamente la vida, sino la libertad y la dignidad que son siempre más preciadas que la misma vida.

Fueron, ¡señor Gil Robles!, tan miserables los hombres encargados de aplastar el movimiento, y llegaron a extremos de ferocidad tan terribles, que no son conocidos en la historia de la represión en ningún país. Millares de hombres encarcelados y torturados; hombres con los testículos extirpados; mujeres colgadas del trimotor por negarse a denunciar a sus deudos; niños fusilados; madres enloquecidas al ver torturar a sus hijos; Carbayín; San Esteban de las Cruces; Villafría; La Cabaña; San Pedro de los Arcos; Luis de Sirval. Centenares y millares de hombres torturados dan fe de la justicia que saben hacer los hombres de derechas, los hombres que se llaman católicos y cristianos.

Y todo ello, ¡señor Gil Robles!, cubriéndolo con una nube de infamias, con una nube de calumnias, porque los hombres que detentaban el Poder no ignoraban en aquellos momentos que la reacción del pueblo, si éste llegaba a saber lo que ocurría, especialmente en Asturias, sería tremenda.

Cultivasteis la mentira; pero la mentira horrenda, la mentira infame; cultivasteis la mentira de las violaciones de San Lázaro; cultivasteis la mentira de los niños con los ojos saltados; cultivasteis la mentira de la carne de cura vendida a peso; cultivasteis la mentira de los guardias de Asalto quemados vivos. Pero estas mentiras tan diferentes, tan horrendas todas, convergían a un mismo fin: el de hacer odiosa a todas las clases sociales de España la insurrección asturiana, aquella insurrección que, a pesar de algunos excesos lógicos, naturales en un movimiento revolucionario de tal envergadura, fue demasiado romántico, porque perdonó la vida a sus más acerbos enemigos, a aquellos que después no tuvieron la nobleza de recordar la grandeza de alma que con ellos se había demostrado.

Voy a separar los cuatro motivos fundamentales de estas mentiras que, como decía antes, convergían en el mismo fin. La mentira de las violaciones, a pesar de que vosotros sabíais que no eran ciertas, porque las muchachas que vosotros dábais como muertas, y violadas antes de ser muertas por los revolucionarios, ellas mismas os volcaban a la cara vuestra infamia diciendo: «Estamos vivas, y los revolucionarios no tuvieron para nosotras más que atenciones.» ¡Ah!, pero esta mentira tenía un fin; esta mentira de las violaciones, extendida por vuestra Prensa cuando a la Prensa de izquierdas se la hacía enmudecer, tendía a que el espíritu caballeroso de los hombres españoles se pronunciase en contra de la barbarie revolucionaria.

Pero necesitábais más; necesitábais que las mujeres mostrasen su odio a la revolución; necesitábais exaltar ese sentimiento maternal, ese sentimiento de afecto de las madres para los niños, y lanzásteis y explotásteis el bulo de los niños con los ojos saltados. Yo os he de decir que los revolucionarios hubieron, de la misma manera que los heroicos comunalistas de París, siguiendo su ejemplo, de proteger a los niños de la Guardia Civil, de esperar a que los niños y las mujeres saliesen de los cuarteles para luchar contra los hombres como luchan los bravos: con armas inferiores, pero guiados por un ideal, cosa que vosotros no habéis sabido hacer nunca.

La mentira de la carne de cura vendida al peso. Vosotros sabéis bien --nosotros tampoco lo desconocemos-- el sentimiento religioso que vive en amplias capas del pueblo español, y vosotros queríais con vuestras mentira infame ahogar todo lo que de misericordioso, todo lo que de conmiseración pudiera haber en el sentimiento de estos hombres y de estas mujeres que tienen ideas religiosas hacia los revolucionarios.

Y viene la culminación de las mentiras: los guardias de Asalto quemados vivos. Vosotros necesitábais que las fuerzas que iban a Asturias a aplastar el movimiento fuesen, no dispuestas a cumplir con su deber, sino impregnadas de un espíritu de venganza, que tuviesen el espolique de saber que sus compañeros habían sido quemados vivos por los revolucionarios. Allí convergían todas vuestras mentiras, como he dicho antes: a hacer odiosa la revolución, a hacer que los trabajadores españoles repudiasen, por todos estos motivos, el movimiento insureccional de Asturias.

Pero todo se acaba, ¡Sr. Gil Robles!, y cuando en España comienza a saberse la verdad, el resultado no se hace esperar, y el día 16 de febrero el pueblo, de manera unánime, demuestra su repulsa a los hombres que creyeron haber ahogado con el terror y con la sangre de la represión los anhelos de justicia que viven latentes en el pueblo. Y los derrotados de febrero, aquellos que se creían los amos de España, no se resignan con su derrota y por todos los medios a su alcance procuran obstaculizar, procuran entorpecer esta derrota, y de ahí su desesperación, porque saben que el Frente Popular no se quebrantará y que llegará a cumplir la finalidad que se ha trazado.

Por eso precisamente es por lo que ellos en todos los momentos se niegan a cumplir los laudos y las disposiciones gubernamentales, se niegan sistemáticamente a dar satisfacción a todas las aspiraciones de los trabajadores, lanzándolos a la perturbación, a la que van, no por capricho ni por deseo de producirla, sino obligados por la necesidad, a pesar de que el Sr. Calvo Sotelo, acostumbrado a recibir las grandes pitanzas de la Dictadura, crea que los trabajadores españoles viven como vivía él en aquella época.

¿Por qué se producen las huelgas? ¿Por el placer de no trabajar? ¿Por el deseo de producir perturbación? No. Las huelgas se producen porque los trabajadores no pueden vivir, porque es lógico y natural que los hombres que sufrieron las torturas y las persecuciones durante la etapa que las derechas detentaron el Poder quieran ahora --esto es lógico y natural-- conquistar aquello que vosotros les negábais, aquello para lo cual vosotros les cerrábais el camino en todos los momentos.

No tiene que tener miedo el Gobierno porque los trabajadores se declaren en huelga; no hay ningún propósito sedicioso contra el Gobierno en estas medidas de defensa de los intereses de los trabajadores, porque ellas no representan más que el deseo de mejorar su situación y de salir de la miseria en que viven.

Hablaban algunos señores de la situación en el campo. Yo también quiero hablar de la situación en el campo, porque tiene una ligazón intensa con la situación de los trabajadores de la ciudad, porque pone una vez más al descubierto la ligazón que existe entre los dueños de las grandes propiedades, que en el campo se niegan sistemáticamente a dar trabajo a los campesinos y consienten que las cosechas se pierdan, y estas Empresas, que como la de calefacción y ascensores, como la de la construcción, como todas las que se hallan en conflicto con sus obreros, se niegan a atender las reivindicaciones planteadas por los trabajadores.

Esto se liga a lo que yo decía antes: al doble juego de venir aquí a preguntar lo que ocurre y continuar perturbando la situación en la ciudad y en el campo.

Concretamente, voy a referirme a la provincia de Toledo, y al hablar de la provincia de Toledo reflejo lo que ocurre en todas las provincias agrarias de España. En Quintanar de la Orden hay varios terratenientes (y esto es muy probable que lo ignore el Sr. Madariaga, atento siempre a defender los intereses de los grandes terratenientes) que deben a sus trabajadores los jornales de todas las faenas de trabajo del campo.

¿Qué diría el Sr. Madariaga si en un momento determinado estos trabajadores de Quintanar de la Orden, como los de Almendralejo, como los de tantos otros pueblos de España, se lanzasen a cobrar lo que es suyo en justicia? ¡Ah! Vendría aquí a hablar de perturbaciones, vendría aquí a decir que el Gobierno no tiene autoridad, vendría aquí, como van viniendo ya con excesiva tolerancia de estos hombres, a entorpecer constantemente la labor del Gobierno y la labor del Parlamento.

Y que por parte de los grandes terratenientes, como por parte de las Empresas, hay un propósito determinado de perturbar, lo demuestra este hecho concreto que os voy a exponer.

En Villa de Don Fadrique, un pueblo de la provincia de Toledo, se han puesto en vigor las disposiciones de la reforma agraria, pero uno de los propietarios que se siente lastimado por lo que significa de justicia para el campesinado, que no ha conocido de la justicia más que el poder de los amos, de acuerdo con los otros terratenientes, había preparado una provocación en toda regla, una provocación habilísima, ¡señores de las derechas!, que vais a ver en lo que consistía y que demuestra la falsedad del argumento del Sr. Calvo Sotelo, cuando afirma que los terratenientes no pueden conceder a los trabajadores jornales superiores a 1,50.

Estos señores terratenientes con fincas radicantes en Villa de Don Fadrique, cuya cosecha está valuada en 10.000 duros, tenían el propósito de repartirla entre los campesinos de los pueblos colindantes, como Lillo, Corral de Almaguer y Villacañas. Esto, que en principio podrá parecer un rasgo de altruismo, en el fondo era una infame provocación; era el deseo de lanzar, azuzados por el hambre, a los trabajadores de un pueblo contra los de otros pueblos. Y que esto no es un argumento sofístico esgrimido por mi lo demuestra la declaración terminante del hermano de uno de las terratenientes delante de D. Mariano Gimeno, del alcalde y de la Comisión del Sindicato de Agricultores, que dijo textualmente: «Si mi hermano hubiera hecho lo que se había acordado, es decir, el reparto de la cosecha, a estas horas se habría producido el choque y esto había terminado».

Y es ahí, ¡Sr. Gil Robles!, y no en los obreros y en los campesinos, donde está la causa de la perturbación, y es contra los causantes de la perturbación de la economía española, que apelan a maniobras «non sanctas» para sacar los capitales de España y llevárselos al extranjero; es contra los que propalan infames mentiras sobre la situación de España, con menoscabo de su crédito; es contra los patronos que se niegan a aceptar laudos y disposiciones; es contra los que constante y sistemáticamente se niegan a conceder a los trabajadores lo que les corresponde en justicia; es contra los que dejan perder las cosechas antes de pagar salarios a los campesinos contra los que hay que tomar medidas. Es a los que hacen posible que se produzcan hechos como los de Yeste y tantos pueblos de España a los que hay que hacerles sentir el peso del Poder, y no a los trabajadores hambrientos ni a los campesinos que tienen hambre y sed de pan y de justicia.

¡Señor Casares Quiroga, Sres. Ministros!: ni los ataques de la reacción, ni las maniobras, más o menos encubiertas, de los enemigos de la democracia, bastarán a quebrantar ni a debilitar la fe que los trabajadores tienen en el Frente Popular y en el Gobierno que lo representa.

Pero, como decía el señor De Francisco, es necesario que el Gobierno no olvide la necesidad de hacer sentir la ley a aquellos que se niegan a vivir dentro de la ley, y que en este caso concreto no son los obreros ni los campesinos. Y si hay generalitos reaccionarios que, en un momento determinado, azuzados por elementos como el señor Calvo Sotelo, pueden levantarse contra el Poder del Estado, hay también soldados del pueblo, cabos heroicos, como el de Alcalá, que saben meterlos en cintura.
Y cuando el Gobierno se decida a cumplir con ritmo acelerado el pacto del Frente Popular y, como decía no hace muchos días el Sr. Albornoz, inicie la ofensiva republicana, tendrá a su lado a todos los trabajadores, dispuestos, como el 16 de febrero, a aplastar a esas fuerzas y a hacer triunfar una vez más al Bloque Popular.

Conclusiones a que yo llego: Para evitar las perturbaciones, para evitar el estado de desasosiego que existe en España, no solamente hay que hacer responsable de lo que pueda ocurrir a un Sr. Calvo Sotelo cualquiera, sino que hay que comenzar por encarcelar a los patronos que se niegan a aceptar los laudos del Gobierno.

Hay que comenzar por encarcelar a los terratenientes que hambrean a los campesinos; hay que encarcelar a los que con cinismo sin igual, llenos de sangre de la represión de octubre, vienen aquí a exigir responsabilidades por lo que no se ha hecho.

Y cuando se comience por hacer esta obra de justicia, ¡Sr. Casares Quiroga, Sres. Ministros!, no habrá Gobierno que cuente con un apoyo más firme, más fuerte que el vuestro, porque las masas populares de España se levantarán, repito, como en el 16 de febrero, y aun, quizá, para ir más allá, contra todas esas fuerzas que, por decoro, nosotros no debiéramos tolerar que se sentasen ahí.

José Calvo Sotelo había nacido en 1893 y murió asesinado en 1936. Abogado del Estado. Militante en el Partido Conservador (uno de los dos partidos caciquiles --el otro era el Partido Liberal-- que se turnaban en el poder en el régimen de la Restauración borbónica [1876-1923]); y, dentro de él, en las filas de la tendencia capitaneada por el que fue Presidente del Gobierno en el momento de la Semana Trágica (1909), Antonio Maura.

Ministro en la Dictadura Militar del General Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, Marqués de Estella, (1923-30).

Al caer la monarquía (1931) se convirtió en líder de los monárquicos, pero voluntariamente emigró de España refugiándose cerca del dictador fascista Mussolini; temía que se le exigieran responsabilidades por su actuación ministerial en la Dictadura del Marqués. Al regresar a la patria en 1933 fue jefe de Renovación Española y luego del Bloque Nacional, y elegido diputado a Cortes por Orense en 1933 y 1936. Al evolucionar hacia el fascismo toda esa corriente monárquica, principalmente la que venía de las filas del Partido Conservador, Calvo Sotelo pasó a ser el portavoz fascista más tajante y cuyo reaccionarismo social era más intransigente (al paso que el nuevo Marqués de Estella, Don José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, coloreaba un poquitín su discurso de alguna pincelada social muy desvaída, imitando vagamente a Hitler y Mussolini).

He aquí algunas perlas de la oratoria de D. José Calvo Sotelo (extractos de un discurso en las Cortes en abril de 1936, citado por Arrarás, Historia de la II República Española, t. 4º, p. 116): `Las fuerzas proletarias españolas se disponen a dar un segundo paso revolucionario, que será la instauración del comunismo'; `España podrá salvarse también con una fórmula de Estado autoritario y corporativo'.

Buen orador y escritor, de pluma y palabra un tanto grandilocuentes e inclinado a los gestos de rompe y rasga, a la frase sonora y ultrancista, Calvo Sotelo fue el autor, entre otras, de esta célebre prolación sobre la España roja y la España rota (la tomamos de pasajes de textos de Calvo Sotelo reproducidos en Las voces de la República de Manuel Rubio Cabeza, Ed. Planeta, 1985, p. 147):

Ya sabemos lo que sería una España roja. La familia deshecha, la propiedad suprimida, la libertad anulada del todo, el triunfo de las turbas, la violencia, todo lo que queráis; la muerte de una infinidad de españoles [...]
Pero una España rota no se reharía nunca. Se puede rehacer la fortuna perdida. Se puede recobrar la Corona y volver a su sitio, como acabamos de ver en Grecia.
La alusión a Grecia se refiere a la restauración de la dinastía de los Schleswig-Holstein en 1935, al ser derrocada la efímera primera República griega (1924-35) en la persona del alemán Pablo de Grecia, padre del hoy ex-rey Constantino.
El 13 de julio de 1936 D. José Calvo Sotelo fue asesinado por un grupo socialista de la guardia de asalto (en represalia por el previo asesinato del teniente Castillo a manos de la ultraderecha).

He aquí unos extractos de su discurso ante las Cortes del 16 de junio de 1936 que es el que comentó en el suyo Dolores Ibarruri.

[...] todas las fórmulas de convivencia social y política pueden reducirse a dos: orden consentido y orden impuesto. El régimen de orden consentido se funda en la libertad; el régimen de orden impuesto se funda en la autoridad. España está viviendo un régimen de desorden, de desorden no consentido ni arriba ni abajo, sino impuesto desde abajo a arriba. Por consiguiente, el régimen español, que no se ha podido prever en esas fórmulas del tratadista antes citado, es un régimen que no se funda ni en la libertad ni en la autoridad. No se funda en la autoridad, aun cuando se diga que su sostén principal es la democracia; muy lejos me llevaría un análisis del sentido integral de ese vocablo; no lo intento, pero me vais a permitir que escudriñe un poco en el concepto degenerativo con que ahora se vive la democracia.
 España padece el fetichismo de la turbamulta, que no es el pueblo, sino que es la contrafigura caricaturesca del pueblo. Son muchos los que con énfasis salen por ahí gritando: «¡Somos los más!» Grito de tribu --pienso yo--; porque el de la civilización sólo daría derecho al énfasis cuando se pudiera gritar: «¡Somos los mejores!», y los mejores casi siempre son los menos. La turbamulta impera en la vida española de una manera sarcástica, en pugna con nuestras supuestas «soi disant» condiciones democráticas y, desde luego, con los intereses nacionales. ¿Qué es la turbamulta? La minoría vestida de mayoría. La ley de la democracia es la ley del número absoluto, de la mayoría absoluta, sea equivalente a la ley de la razón o de la justicia, porque, como decía Anatole France, «una tontería, no por repetida por miles de voces deja de ser tontería». Pero la ley de la turbamulta es la ley de la minoría disfrazada con el ademán soez y vociferante, y eso es lo que está imperando ahora en España; toda la vida española en estas últimas semanas es un pugilato constante entre la horda y el individuo, entre la cantidad y la calidad, entre la apetencia material y los resortes espirituales, entre la avalancha brutal del número y el impulso selecto de la personificación jerárquica, sea cual fuere la virtud, la herencia, la propiedad, el trabajo, el mando; lo que fuere; la horda contra el individuo. Y la horda triunfa porque el Gobierno no puede rebelarse contra ella o no quiere rebelarse contra ella, y la horda no hace nunca la Historia, Sr. Casares Quiroga; la Historia es obra del individuo. La horda destruye o interrumpe la Historia y SS. SS. son víctimas de la horda; por eso SS. SS. no pueden imprimir en España un sello autoritario. (Rumores.) Y el más lamentable de los choques (sin aludir ahora al habido entre la turba y el principio espiritual religioso) se ha producido entre la turba y el principio de autoridad, cuya más augusta encarnación es el Ejército. Vaya por delante un concepto en mi arraigado: el de la convicción de que España necesita un Ejército fuerte, por muchos motivos que no voy a desmenuzar. (Un Sr. Diputado: Para destrozar al pueblo, como hacíais.) Entre otros, porque de un buen Ejército, de tener buena aviación y buenos barcos de guerra depende, aunque muchos materialistas cegados no lo entiendan así, incluso cosa tan vital y prosaica como la exportación de nuestros aceites y de nuestras naranjas. Hecha esta declaración, he de decir a su señoría, Sr. Ministro de la Guerra, celebrando su presencia aquí, que lamentablemente se están operando fenómenos de desorden que ponen en entredicho muchas veces el respeto que nacionalmente es debido a ciertas esencias institucionales de orden castrense. Yo bien sé que algunos posos históricos de aquella tosquedad programática que poseían los partidos republicanos del siglo XIX, han creado viejas figuras y arcaicas actuaciones republicanas, un ambiente de entredicho, de prevención, de recelo hacia los principios militares, que acaso se puede calificar de antimilitarismo y que, sin duda alguna, por fuerza de ese impulso transmitido de generación en generación, ha llevado a nuestra Constitución algún que otro precepto de dudoso acierto, como, verbigracia, el que suprime los Tribunales de honor y el que excluye de manera permanente de la más alta jerarquía de la República a los generales del Ejército. Este hecho, que es tanto un hecho histórico como un hecho actual, explica sin duda cierta falta de tacto --siempre exquisito debiera prodigarse-- en las conexiones de la política estatal con la vida militar.
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... no creo que exista actualmente en el Ejército español [...] un solo militar dispuesto a sublevarse en favor de la monarquía y en contra de la República. Si lo hubiera sería un loco, lo digo con toda claridad (rumores), aunque considero que también sería loco el militar que al frente de su destino no estuviera dispuesto a sublevarse en favor de España y en contra de la anarquía, si ésta se produjera. (Grandes protestas y contraprotestas).
(Fuente: Fernando Díaz Plaja, El siglo XX. La Guerra (1936-39), pp. 45-47.)