domingo, 23 de marzo de 2014

Santiago Carrillo pactó con Adolfo Suárez el contenido de su primera declaración tras la legalización del PCE.

Santiago Carrillo pactó con Adolfo Suárez el contenido de su primera declaración tras la legalización del PCE.

VICTORIA PREGO
Bajo la férrea vigilancia de las Fuerzas de Orden Público, el PCE empezó a salir de la clandestinidad varios meses antes de ser legalizado.
«...Yo no creo que el presidente Suárez sea un amigo de los comunistas.Le considero más bien un anticomunista, pero un anticomunista inteligente que ha comprendido que las ideas no se destruyen con represión e ilegalizaciones. Y que está dispuesto a enfrentar a las nuestras, las suyas. Bien, ése es el terreno en el que deben dirimirse las divergencias. Y que el pueblo, con su voto, decida».
Así termina la declaración que Santiago Carrillo, líder del, hasta ese día histórico, ilegal Partido Comunista de España, hace pública desde Cannes a las 18 horas del 9 de abril de 1977, Sábado Santo.
La declaración es su primera reacción ante la noticia, inesperada y casi inverosímil para todos los españoles, de que el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, acaba de legalizar al PCE, el más odiado por los franquistas, el más temido por la sociedad.
La noticia cae literalmente como una bomba en el país. Provoca el estupor y el miedo en los sectores no politizados, una indignación inmensa en la derecha franquista y una furia casi incontenible en el seno del Ejército.
Lo que nadie en España puede imaginar es que esa declaración de Carrillo no es obra suya sino producto de una negociación, palabra por palabra, con el propio presidente Adolfo Suárez, quien ha pedido expresamente a Carrillo que se abstenga de elogiarle. Su petición ha sido enviada, como siempre durante los últimos nueve meses, a través de José Mario Armero, abogado y presidente de la agencia de noticias Europa Press, y uno de los pocos hombres que apoyó incondicionalmente a Suárez en todo el proceso que acabó en la legalización.
Es más, Santiago Carrillo se encuentra en esos momentos en Cannes por indicación directa de Suárez, que hace días ya le ha advertido de que la legalización es inminente y que conviene que no esté en España cuando salte la noticia.
Y un detalle curioso: a Carrillo no le hace demasiada gracia que la legalización del PCE se haga en plena Semana Santa y así se lo había expuesto a José Mario Armero: «Santiago me dice que pediría que no se hiciera la legalización en Semana Santa porque hay muchos comunistas muy religiosos y no sería bueno hacer coincidir las alegrías de la legalización del PCE con los actos de pasión de la Semana Santa».
Pero las cosas son como pueden ser, y ése es para Suarez el momento menos difícil para intentar una operación que sabe casi imposible.Así que Carrillo se conforma porque ya tiene lo que más le importa: el anuncio de que su sueño de décadas puede estar a punto de cumplirse.
«Días antes del Sábado Santo», confirma Carrillo, «a través de Armero me dicen cómo van a intentar la legalización y me recomiendan que no esté aquí. Yo me voy entonces a casa de Lagunero y quedo con Armero en que él me llama en cuanto la legalización se produzca».


Teodulfo Lagunero es para Carrillo lo que Armero es para Suárez: un amigo dispuesto a ayudar al líder comunista hasta el límite de sus fuerzas y a apoyar la causa de la legalización del PCE porque cree en ello. Y que, como Armero, pone todo su esfuerzo en la misión a cambio de nada.
Teodulfo Lagunero tiene un chalé en la Costa Azul, Villa Comet, y allá se va con su amigo Santiago a esperar el momento mágico y desde luego histórico que permitirá coronar el fragilísimo e inestable castillo de naipes que está levantando trabajosamente el presidente del Gobierno. Sin esta última carta, la construcción emprendida no estaría completa, pero ésta es precisamente también la carta que podría hundir definitivamente el esqueleto del futuro edificio y acabar para siempre con el proyecto.
«Yo nunca había visto a Santiago tan nervioso», recuerda Lagunero.«El es un hombre templado, tiene nervios de acero, pero aquella vez estaba impaciente, intranquilo, ansioso. No es que desconfiara, no. El estaba convencido de que el partido se legalizaba, pero quería que fuera ya, que todo sucediera de una vez».
Tiene motivos Santiago Carrillo para no desconfiar: muy pocas semanas antes, el 27 de febrero por la tarde, el líder comunista había celebrado una entrevista en el máximo de los secretos con el propio presidente Suárez. Por entonces él era el jefe de un partido clandestino y apreciaba bien la valentía y la decisión de un presidente del Gobierno que, en medio de un clima político extremadamente incierto, se había arriesgado hasta el punto de aceptar verse cara a cara con él. De aquel encuentro secretísimo Carrillo había salido sin ningún compromiso por parte de Suárez pero sí con dos convicciones: una, que la legalización se iba a producir y, dos, que Adolfo Suárez era hombre en cuya palabra él podía confiar. Los hechos posteriores no le desmintieron, todo lo contrario.
El Viernes Santo, 8 de abril, Adolfo Suárez se queda en Madrid con muy pocos de los suyos, los que él necesita para dar este salto mortal de resultados más que inciertos y en el que se lo está jugando todo. Y no sólo él: también se juega todo el Rey, que está al tanto de la operación y la bendice.

SOLO ANTE EL PELIGRO
El presidente se queda en Madrid sólo con las personas imprescindibles
«En ese momento, Adolfo no cuenta con casi nadie» dice Armero, «y esa decisión que él toma, de mandar a todo el mundo fuera de Madrid, es algo más que un acto simbólico de estar solo ante el peligro. Ese día nos quedamos en Madrid muy pocos, exactamente los que él necesita para mover el juego de ajedrez. Y nada más».
Las operaciones jurídicas y administrativas imprescindibles para cerrar la operación están aún sin terminar ese viernes y no será hasta el día siguiente cuando todas las jugadas acaben cuajando en un resultado positivo. Pero eso nadie, ni siquiera Suárez, lo sabe con certeza todavía.
Por eso, el propio presidente del Gobierno y cinco de sus ministros trabajan ese día en un Madrid vacío por vacaciones, en silencio absoluto y a toda velocidad, pero con el vértigo de no saber si las cartas que esperan tener pronto en las manos les van a permitir ganar finalmente la partida.
Sábado Santo, 9 de abril. Las cosas se suceden esa mañana a un ritmo frenético. «Esa mañana temprano me llama Suárez» cuenta José Mario Armero, «y me dice: 'Voy a legalizar hoy al Partido Comunista'. Yo me puse muy nervioso y, como no sabía si tenía el teléfono de mi casa intervenido me tuve que marchar a la calle.Estuve andando por Madrid yo solo, esperando la llamada definitiva».
 Pero lo más importante, lo que va a permitir a Suárez tomar en cuestión de horas la decisión de legalizar el PCE, está aún por llegar. Se trata del dictamen de la Junta de Fiscales, que ha sido convocada de máxima urgencia ese Sábado Santo a las nueve de la mañana.
Los fiscales deliberan durante tres interminables horas. Por fin, a las doce del mediodía la cúpula de la Fiscalía, presidida por el fiscal del Reino, concluye que, de la documentación que le ha sido presentada «no se desprende ningún dato que determine de modo directo la incriminación del expresado partido [el PCE] en cualquiera de las formas de asociacion ilícita que castiga el artículo 172 [del Código Penal] en su reciente redacción».Vía libre, pues, para Adolfo Suárez.

Una hora después, a la una de la tarde, el Ministerio de la Gobernación ya tiene preparada la resolución por la que el PCE queda inscrito en el registro de Asociaciones Políticas según la terminología vigente en la época. Y tanta prisa se dio Rodolfo Martín Villa, hoy presidente de Endesa y en aquel tiempo ministro de la Gobernación, en dar cauce rapidísimo a la legalización del PCE, que el documento que entra a formar parte del expediente oficial del caso se queda sin firmar. Pasados los años, siendo ministro del Interior el socialista José Barrionuevo, Martín Villa firmó por fin para la Historia un documento tan singular.
A esa misma hora, y en una carrera contra reloj perfectamente sincronizada, José Mario Armero, el intermediario de Suárez, llama a La Moncloa y recibe de boca del presidente la noticia que tanto había esperado: «Hablé con Suárez a la una de la tarde desde un bar del Rastro, el bar Alvarez. Después me marché inmediatamente a casa de mi amigo Basilio Martín Patino, [director de cine] para poder hablar ya más tranquilamente. Desde allí hablé con Carrillo y le comuniqué la noticia que, en principio, pues casi no lo podía creer».
Teodulfo Lagunero describe aquellos primeros instantes en su casa de Cannes, al borde del mar, como de un entusiasmo indescriptible.
Lo había estado esperando durante décadas, había empezado a considerarlo posible tan sólo hacía unos meses, lo sintió ya como cierto muy pocas semanas atrás y, por fin, ese día 9 de abril de 1977, se había hecho realidad en las siete palabras que Armero le lanzó por el teléfono: «Ya se ha legalizado el Partido Comunista».
Y, sin embargo, tiene razón el líder comunista cuando, años más tarde, comenta las sensaciones vividas en aquel instante único: lo más emocionante no fue ese momento irrepetible, sino todos los episodios que lo habían precedido y que habían ido abriendo, muy poco a poco, y en un recorrido cargado de alta tensión dramática, el camino para que ese día de Semana Santa acabara por llegar:
 «Era un momento emocionante, pero es verdad que, para quienes habíamos seguido ese proceso de cerca, ya no era tan emocionante porque era algo que esperábamos. Había sido mucho más emocionante el proceso en sí y los episodios que habíamos vivido, que la propia legalización».
A esas horas, la noticia política más importante y más decisiva de la historia de la Transición española es todavía un secreto.Y lo es porque el presidente Suárez necesita imperiosamente amarrar toda reacción, cada una de las palabras que vaya a pronunciar a partir de ahora el líder comunista y cada uno de los comportamientos que los militantes del PCE vayan a exteriorizar públicamente en todo el país.
«El contaba con el hecho de que estaba solo», explica Armero, «que no tenía ni amigos, ni ministros, ni militantes que le fueran a apoyar cuando se encontraran nada menos que con la noticia de la legalización del Partido Comunista en plena Semana Santa.¡Claro que temía la reacción y era lógico temerla! El quería hacer la mejor presentación posible de una decisión así, y por eso se hace la declaración».
Las negociaciones para la declaración pública del líder comunista se hacen a golpe de teléfono entre los dos hombres: Carrillo desde Cannes, Armero desde Madrid.
«Hombre, yo iba diciéndole a Carrillo lo que a Suárez le gustaría que se dijera. Santiago estuvo muy fácil, hizo la declaración de acuerdo con lo que yo le iba diciendo que era más conveniente y que tampoco iba contra sus principios».
Mientras la larga negociación telefónica transcurre, hay un hombre estupefacto que asiste al desarrollo de las conversaciones.Teodulfo Lagunero no da crédito a lo que oye de labios de Carrillo:
«Santiago tenía que hacer una declaracion pública en la que poco menos que se metía con Suárez diciendo algo así como que era anticomunista. Y le dije:
Hombre Santiago, yo creo que eso al pueblo español no le va a gustar, es un acto de desagradecimiento. Joder, si al jefe del Gobierno que te legaliza, tú vas y te metes con él van a decir '¿Pero este hombre quién es? ¡Pues vaya un sentido del agradecimiento que tiene!'. Y me dice Santiago:
Sí, ya lo sé, pero es que me lo ha pedido el propio Suárez y el que yo haga esta declaración está dentro del acuerdo.
Bueno, pues hazla muy moderadamente, de modo que no parezca un gesto tuyo de desagradecimiento, porque el pueblo no sabe que tú has pactado esa declaración».
«Entonces Santiago la redactó en mi casa, allí, de puño y letra, la firmó Villa Comet, 9 de abril, Tehoule sur Mer y me la regaló.Tiene tachaduras de cosas que se modificaron sobre la marcha, se la leyó por teléfono a Armero, que aún le dijo que cambiara algunos pequeños detalles. Santiago aceptó, le dijo que los podía cambiar y esa fue la declaración que dió enseguida Europa Press sobre la reaccion de Santiago ante la legalizacion del Partido».

DRAMATICO Y CHUSCO
Carrillo criticó públicamente a Suárez a petición del propio presidente del Gobierno
La situación, anómala y casi surrealista, encaja perfectamente con el espíritu que dominó el proceso de Transición desde su comienzo hasta que la Constitución fue aprobada. Este es uno de los incontables episodios tan dramáticamente arriesgados como irremediablemente chuscos de los que tuvieron lugar durante aquel tiempo.
«¡Joder!», recuerda Lagunero que le comentó a Santiago Carrillo.«¡Ahora resulta que el secretario general del Partido Comunista recién legalizado se mete con el jefe del Gobierno que le acaba de legalizar y lo hace, además, a petición del propio presidente del Gobierno!» Pero él me dijo:

«Así son las cosas de la política».
Carrillo, por su parte, aclara: «Yo sabía que si le daba un abrazo [a Suárez] en ese momento, era el abrazo del oso e iba a agravar todavía más sus dificultades. Y sabía también que si emitía una reserva sobre Suárez, en el fondo eso le iba a ayudar. Era una forma de mostrar que la legalización del PCE tampoco era una bajada de pantalones de Suárez. Diciendo que Suárez era un anticomunista inteligente pensábamos ayudarle porque a nuestra gente la legalización le bastaba para considerar a Suárez de una manera positiva, de nuestro lado no le iba a perjudicar».

A las seis de la tarde salta la noticia por los teletipos de la agencia Europa Press, la que tiene como presidente a José Mario Armero, quien se cobra así un precio simbólico y más que merecido por los esfuerzos denodados que ha dedicado a esta causa durante los últimos nueve meses.

La noticia es recogida inmediatamente por Radio Nacional de España:
«Señoras y señores, hace unos momentos, fuentes autorizadas del Ministerio de la Gobernación han confirmado que el Partido Comunista...perdón... que el Partido Comunista de España ha quedado legalizado e inscrito en el... perdón... (ráfaga musical)... Hace unos momentos fuentes autorizadas...(ráfaga musical)».
Los españoles se quedan en ese instante sin aliento. Así mismo se ha quedado ante el micrófono el periodista de Radio Nacional de España Alejo García que, vista la noticia en el teletipo, la arranca y sale corriendo al estudio para transmitir semejante bombazo informativo a todos los ciudadanos. A Alejo García no es sólo la emoción del impacto, sino también los efectos de la carrera los que le han dejado sin resuello.
Por fin, pasados unos segundos, retoma la palabra y suelta la noticia completa: el Partido Comunista ha quedado legalizado e inscrito en el Registro de Asociaciones Políticas.
«Eso era la ruptura» asegura Santiago Carrillo. «La ruptura con el pasado era la destrucción de todo lo que había sido la argumentación básica del régimen, según la cual el franquismo había surgido para contener la revolución comunista. Que se legalizara al PCE era romper ya con eso definitivamente. Yo creo que ese fue un momento crucial y por eso muy difícil, el más difícil de la Transición».
La noticia corre por toda España en cuestión de minutos. El júbilo de los militantes del partido es inmenso, pero sucede que, junto con la noticia, han recibido también unas instrucciones muy precisas: nada de demostraciones excesivas de júbilo que puedan ser consideradas como una provocación. Contención y buenas maneras.Esa es la orden.

El PCE era todavía por entonces, y lo siguió siendo durante algunos años más, un partido perfectamente disciplinado que obedecía como un sólo hombre las consignas de su dirección. Y, aquel día extraordinario, las bases responden sin excepciones y sin la menor resistencia a las órden impartidas por Santiago Carrillo.
«Armero, de parte de Suárez, nos había dicho que si, como consecuencia de la legalización, se creaba en la calle una situación de desorden, con banderas rojas, con La Internacional, con todo, eso podía dar pretexto al Ejército para intervenir.
Quizá nos pareció un poco exagerado, pero tampoco era tan irreal.Por eso decidimos aconsejar a nuestros camaradas que fueran prudentes, que no manifestaran de una manera desabrida o exultante su euforia porque se trataba de un proceso complicado y difícil en el que había que ir paso a paso y en el que había que evitar provocar a la ultraderecha y fundamentalmente al Ejército».
Tanto el líder comunista como el presidente del Gobierno tienen perfectamente claro en ese instante que este delicadísmo tramo de la transición política hacia la democracia sólo se podrá recorrer con alguna garantía de éxito si cada una de las dos partes cumple escrupulosamente su palabra y juega con total lealtad hacia el otro.
Es decir, si a cada movimiento de uno se sucede una reacción del otro que sea estrictamente la esperada o la solicitada. Nada más. Y nada menos.
Por eso, porque la moderación de los comunistas está en el pacto no escrito entre Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, un pacto mudo que fue sellado en el encuentro secreto que ambos celebraron en la casa de campo de José Mario Armero el 27 de febrero, no hace ni seis semanas, por eso se cumple religiosamente el compromiso de la moderación pedida.
Centenares de manifestaciones de militantes comunistas se celebran en toda España. Las banderas rojas con la hoz y el martillo ondean sin afán de provocación pero también sin complejos y la alegría es más que palpable en las caras de los militantes.
Ahora bien, todas las manifestaciones tienen lugar en medio de un orden impecable. Muchas de ellas discurren por las aceras o a un lado de la calzada para no interrumpir el tráfico, cosa innecesaria porque en esos días las ciudades españolas están prácticamente desiertas a causa de las vacaciones de Semana Santa.
En el interior de los locales que a lo largo de años han albergado de una u otra manera al PCE, la celebración es por todo lo alto.
La sede clandestina del Partido Comunista en Madrid ha estado durante años en la calle de Peligros. Oficialmente, albergaba el Centro de Estudios de Investigaciones Sociales, CEISA. A partir de ese día una pancarta enorme cubre las cinco ventanas de la fachada con esta leyenda: PARTIDO COMUNISTA DE ESPAÑA.Esta es la sede del PCE.

En Cannes, mientras tanto, Santiago Carrillo hace las maletas.Se viene inmediatamente para Madrid. Le van a acompañar en el viaje tres personas: su mujer, Carmen; Teodulfo Lagunero y la mujer de éste, Rocío.

Lo peor y más dramático de este episodio está aún por llegar. Santiago Carrillo lo intuye. Pero para Adolfo Suarez se trata de una absoluta y aplastante certeza.

Suárez y el Rey, Verdades inéditas.II



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¡Españoles!: A cuantos sentís el santo amor a España, a los que en las filas del Ejército y Armada habéis hecho profesión de fe en el servicio de la Patria, a los que jurasteis defenderla de sus enemigos hasta perder la vida, la Nación os llama a su defensa. La situación en España es cada día que pasa más crítica; la anarquía reina en la mayoría de sus campos y pueblos [...]. Huelgas revoluc
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Suárez y el Rey, Verdades  inéditas.
Alfonso Armada envió al Rey, antes de 23-F, una carta con un Gobierno de concentración presidido por el General.
Abril Martorell se ofreció a sustituir a Suárez, quien se comprometió con Don Juan Carlos a dejar la política si lo hacia Duque.
Estas son algunas revelaciones de «SUÁREZ Y EL REY», un libro escrito por el Periodista ABEL HERNÁNDEZ, próximo al expresidente.
ILDEFONSO OLMEDO

Cuánto vale la amistad de un Rey? ¿Acaso un ducado?
Ése fue el precio que se cobró Adolfo Suárez en 1981 por la larga relación que trenzó con Juan Carlos I.
 El político consiguió su título nobiliario, su heraldo de grande de España, pero también la oscura espalda del Soberano.
Quedó una relación sin abrazos ni llamadas sólo recompuesta cuando Suárez había dejado ya de ser él, carcomido por el olvido y la demencia. O acaso poco antes de que ictus sucesivos atraparan al primer presidente constitucional de la democracia española en la red de desmemoria en la que aún sigue enmarañado.
Que no es alzheimer su mal, sino un largo deterioro neurológico que mostró su primera mala cara con Suárez aún en la Moncloa y todos, incluido su vicepresidente (Fernando Abril Martorel), conspirando a oídos del Rey para su relevo. Entonces, sumido en una profunda depresión, atrincherado en el palacio que orilla la carretera de la Coruña a la salida de Madrid, Adolfo Suárez tampoco quiso oír la súplica de su hermano médico: vayamos a una clínica de Suiza para que te examinen. Pero no. Y las luces se fueron apagando. Un eclipse total de su buena estrella.

Suárez y el Rey. Así, a secas, se titula el último premio Espasa Ensayo 2009, de inminente publicación por la editorial Espasa. El libro lo firma el escritor y periodista Abel Hernández (Sarnago, Soria, 1937). También fue su amigo, su asesor. «Es una crónica sentimental de la transición» -avisa el prólogo de la obra- con dos personajes enzarzados en una auténtica tragedia griega a tres actos. 222 páginas repletas de grandes revelaciones sobre aquellos años, la Transición, en los que el presidente del Gobierno guardaba una pistola en el cajón de la mesa de su despacho para enfrentarse, llegado el caso, a militares golpistas.

Años de tú a tú con la Corona: compartía con el amigo Borbón sesiones de cine (muchas del oeste y de aventuras, que a los dos le apasionaban) en una pequeña sala acondicionada para proyecciones en palacio. Tiempo de traiciones y celadas: antes del fallido golpe de Estado de 1981 (23-F, en la sesión de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, sucesor del dimitido Suárez) el militar Alfonso Armada se atrevía a mandar por escrito al Rey cómo habría de ser el gobierno de salvación nacional que se creara tras la decapitación política de Adolfo: el propio Armada sería el presidente; Felipe González, el entonces joven y prometedor líder socialista, vicepresidente, y entre los ministros se contaría el periodista Luis María Anson...

Hay papeles de todo aquello, aunque no están en los archivos de palacio. No consta. Como tampoco consta una «hoja de ruta» hacia la democracia que un joven Suárez, a petición del entonces príncipe, garabateó y entregó al futuro monarca para organizar, desde dentro mismo del franquismo, la voladura de la dictadura tras la muerte de Franco.

Abel Hernández, depositario años atrás de confidencias de Suárez y alguna del Rey, presenta así su propia narración premiada: «Esta es la historia del chusquero que llegó a duque y del príncipe que llegó a rey. Los dos tuvieron una infancia y una juventud movidas e inciertas. De orígenes muy distintos, tanto don Juan Carlos como Adolfo Suárez vivieron en tensión interior y tuvieron que valerse por sí mismos. Alejados de sus padres -uno, don Juan, hijo de rey y el otro, el vividor Hipólito, de republicano- se agarraron a lo que pudieron, adaptándose sin rechistar a la penosa situación, que ellos soñaron con cambiar desde que se percataron y se conocieron. Ninguno de los dos procedía de una universidad de renombre.

Listos como el hambre, de inteligencia natural, más observadores que lectores -ninguno de los dos es hombre de libros-, más conversadores de mesa de bar que de sillón de Academia, dos rapaces de Goya o quijotillos de armas tomar que la Historia dispuso que se ocuparan juntos de su patria en un momento decisivo... Ellos se entendieron de maravilla hasta que convino a la Corona dejar el corazón a un lado y volverse cada uno a la puerta de su casa».

ACTO I
EL ENCUENTRO
Segovia, 1969: el joven gobernador y el rubio candidato a heredero
El flechazo fue en Segovia. Un encantamiento mutuo en 1969, cuando el Rey aún no era rey, ni siquiera príncipe (Franco le designaría oficialmente heredero a finales de ese año), y Suárez un joven con ambiciones del Movimiento, ya gobernador civil de Segovia. Poco después, y no parece casualidad, fue nombrado director general de RTVE. Dos hombres y un destino.
Adolfo Suárez Illana, el hijo, lo explica así: «El Rey y Adolfo Suárez planearon en Segovia y por escrito la estrategia a seguir cuando se cumplieran las previsiones sucesorias».
Si el entonces rubio Borbón, tutelado desde la edad de 10 años por Franco y la corte de El Pardo, supo pronto que tendría que desbancar a su propio padre, don Juan, en el orden sucesorio como única manera de salvar la institución monárquica, de Suárez se sabe que una década antes del encuentro segoviano con el Rey ya se manifestaba convencido de que terminaría siendo presidente del Gobierno. O de la República.

LA VIDENTE ETHEL
Una vidente argentina llamada Ethel, peronista, dejaría en aquellos años boquiabiertos a quienes la rodeaban una tarde en un colegio mayor de Madrid cuando, señalando a Adolfo Suárez, vaticinó que aquel chico sería presidente del Gobierno con la monarquía. Su esposa, Amparo Illana, lo decía en broma de otra manera: «Adolfo es un extraterrestre».
Con don Juan Carlos apadrinándole desde la distancia, la escalada de Suárez es monumental: director de RTVE, vicesecretario general del Movimiento y ministro, también del Movimiento, en el primer gobierno de la monarquía tras la muerte de Franco. Aún quedaba por jubilar a Arias Navarro, el presidente heredado, e iniciar el gobierno que abriera paso a una futura democracia. Fue entonces cuando todos vieron a las claras la querencia del Monarca. Aquel caluroso 3 de julio de 1976, algo más de siete meses después de que una pesada losa dejara bajo tierra a Franco en El Escorial, Suárez esperó todo el día la llamada de su amigo.
-Adolfo, ¿vas a hacer algo esta tarde?
-No, nada de particular, señor.
-¿Por qué no te vienes (a la Zarzuela) y tomamos café juntos?
Cuando le hicieron pasar al despacho de Su Majestad, el Rey no estaba. O sí, pero se había ocultado. Y así fue, con tan juancarlista broma, como saliendo del escondite y sin más preámbulo, el amigo Rey dijo las palabras.
-Adolfo, deseo que me hagas un favor... Quiero que seas presidente del Gobierno.
-¡Uf, ya era hora, señor!

Según la versión de Suárez Illana, aquella misma tarde el Rey sacó los papeles que Adolfo Suárez le había entregado siete años antes en Segovia. «Aquella hoja de ruta para la democracia que años antes le había entregado mi padre, con el enunciado de las cuatro o cinco cosas que convenía llevar a cabo. Y el Rey le dijo: Adolfo, ha llegado el momento de que hagamos lo que tú habías dicho».
Sin embargo, y así lo escribe Abel Hernández en su ensayo, el Rey no recuerda tal cosa, y esos papeles no figuran en el archivo de La Zarzuela.

[Adolfo Suárez fue presidente del gobierno durante cinco años. Gana sus primeras elecciones en 1977, al poco de haber legalizado al PCE. En 1978, bajo su presidencia, el pueblo español ratificó en referéndum la Constitución, y en 1979 su partido, la UCD, volvió a vencer en las urnas. No logró finalizar la legislatura, pues dimitió el 27 de enero de 1981. El Rey aceptó su renuncia. «Que éste se va», dice fríamente a Sabino Fernández Campo en presencia del dimisionario. Parecía liberado. Sorpresa y alivio al alimón]

ACTO II
LA RUPTURA
«Dejaré la política si el Rey me da el título de Duque Grande de España»
Un Suárez herido y solo -como aquella voz de Baudelaire que lloraba «no busque más mi corazón, se lo han comido las bestias»- ajusta cuentas. En enero había presentado su dimisión al Rey (se la acepta con esta coletilla al salir del despacho: ¡Oye, oye, pero te daré un título!). Había sobrevivido también, el 23-F, a la pistola que el golpista Tejero le puso en la sien en un despacho aparte del Congreso de los Diputados... Todo quedaba atrás.

-Dile a Manolo Prado (y Colón de Carvajal, el enviado real en la negociación nobiliaria, después caído en desgracia y condenado incluso a prisión) que dejaré la política si el Rey me da el título que me corresponde.

Poco antes de cerrar aquel último capítulo, Suárez había verbalizado más: ¿Qué le está pasando al Rey, que antes me abrazaba y ahora parece que se echa para atrás?, preguntó a Sabino Fernández Campo, jefe de la Casa del Rey. Porque el hombre de Cebreros (Ávila) se sentía a la intemperie, con su UCD repleta de Brutos ensañándose en su espalda de César. Visionario acaso: «No descarto que haya un golpe militar, y si lo hay, el inductor habrá sido Armada» (antiguo secretario de la Casa Real, de quien siempre desconfió). Se veía a sí mismo abandonado por todos, rodeado de traición. Quizás ya la sombra de la enfermedad.

DEPRESIÓN EN LA MONCLOA
«El proceso neurológico fue largo, empezó mucho antes de lo que la gente piensa». «Seríamos injustos con todo el mundo, incluido el Rey, que presionó para que se fuera, con Fernando Abril, que pretendió suplantarle, y con el propio Adolfo Suárez si no reconociéramos su pérdida de facultades casi inmediatamente después de las elecciones de 1979 [aprobada la Constitución, legalizado el PCE, la UCD arrolla y él debuta como presidente democrático]. Esto explica el miedo escénico que tenía al Parlamento, el sufrimiento tremendo, auténtico pánico, en cada comparecencia, la soledad y la parálisis que se fueron apoderando de él a la hora de tomar decisiones. Hacía mil juegos de estrategia, con gran inteligencia, pero a la hora de la vedad estaba paralizado y bloqueado. Tenia como percibe Abril, problemas graves de funcionamiento. Y esto seguramente también lo percibe el Rey».
En Suárez y el Rey también se narra así: «No se recuerda el caso de ningún presidente de Gobierno en los dos últimos siglos que se hubiera quedado en la calle tan desamparado como él. Nadie le cobijó en aquel trance... Además, el Rey le había puesto como condición para otorgarle el ducado que renunciara definitivamente a la política activa. Y Suárez aceptó esa condición sin ánimo de cumplirla... Los encargados de negociar las condiciones del título nobiliario fueron Alberto Recarte y Manuel Prado y Colón de Carvajal. La propuesta inicial era hacerle duque de Ávila, pero el Rey no lo consideró conveniente porque ese título correspondía a la Familia Real. Al final se creó el Ducado con Grandeza de España.

Con el recado que pedía que transmitiera Manolo Prado al jefe, el asunto parecía resuelto. Pero Adolfo Suárez, como queriendo hacer verdad aquellas célebres palabras que le había dedicado Alfonso Guerra -«tahúr del Mississippi»- no mostró su última carta. El 31 de julio de 1981, incumpliendo el compromiso de retirarse de la política a cambio del título de duque con grandeza de España, funda el CDS. Las ya deterioradas relaciones con La Zarzuela se convierten en prácticamente inexistentes. Desde ese día, el Rey dejó de llamarle. Sólo la Reina, cada 25 de septiembre para felicitarle su cumpleaños, siguió haciéndose oír. Historia era ya aquel mediodía de enero de 1981 en el que Suárez y el Rey compartieron por última vez mesa y mantel en Palacio. Arroz a la cubana, carne con salsa y quesos fue el menú del que Adolfo Suárez apenas probó bocado.
¿Qué amargó tantos días de vino y rosas? El desencuentro empieza a tomar cuerpo tras quedar aprobada la Constitución (diciembre de 1978). Un día después de su entrada en vigor, el 28 de diciembre, día de los Inocentes, Suárez proclamó que la Transición había terminado. Comenzaban, con la vista puesta en las elecciones del 1 de marzo de 1979, la refriega partidista. Las ganó, pero ni siquiera le resultó fácil administrar la victoria en las urnas. «El señor Suárez», dice Guerra en mayo de 1980, cuando los socialistas le presentan una moción de censura para derribar al tahúr del Mississippi, «ha llegado al tope de grado de democracia que es capaz de administrar».

«ADOLFO TIENE QUE CAMBIAR»
La legalización del PCE y la sucesión de atentados de ETA en el País Vasco, con funerales que los militares consideraban vergonzosos y casi clandestinos (el sangriento 1980 se cerró con 92 muertos), tiene también enervada a la casta militar, los compañeros de armas del Rey. El ruido de sables es tan sonoro como la crisis que empieza a desmoronar la UCD. «No hay que cambiar a Adolfo, pero Adolfo tiene que cambiar», se oye decir al mismísimo Juan Carlos.
Tiempo de intrigas. El PSOE movilizó a sus correos para convencer al Monarca de que destituyera a Suárez y se formara un gobierno de «solución nacional» con un independiente al frente. Sabido es que Enrique Múgica y Joan Raventós mantuvieron en Lérida un encuentro con el general Alfonso Armada, ex secretario de la Casa del Rey y entonces gobernador militar de Lérida. Le habrían propuesto presidir él mismo ese eventual gobierno.
Y a Armada, el conspirador luego condenado por golpista, le faltó tiempo para mandar a su amigo el Rey, y por escrito, la propuesta de «un gobierno de concentración presidido por un neutral» ante el temor de un golpe fuerte de los militares. La carta llegó a Sabino Fernández Campo con el ruego de que hiciera llegar la propuesta a don Juan Carlos. En la nota decía que el plan «había sido redactado por un importante constitucionalista español». (Los dirigentes socialistas habrían incitado al profesor Carlos Ollero a redactar la atrevida propuesta de Armada).
Abel Hernández aventura cómo viven aquella agonía los dos protagonistas: «Es evidente que a Suárez una de las cosas que más le duelen esos días de finales de 1980 es el enfriamiento de las relaciones con el Rey, al que, sin embargo, siempre mantuvo la lealtad y el afecto. El mundo de los afectos del Rey es mucho más complicado. Le han educado desde la cuna en el convencimiento de que cualquier favor que le hagan es un honor para el que lo hace y, por lo tanto, es el que hace un favor al Rey el que debe estar agradecido... Es difícil la amistad con el Rey... La monarquía es, por definición, la permanencia; mientras que la política y los políticos son transitorios... El drama de ser rey es su soledad: tiene que sacrificar, si es preciso, los sentimientos personales para salvar la institución que representa y que ha de dejar en herencia a su sucesor. Eso le pasó con Suárez...».

Hay otros actores de reparto, claro. Uno protagoniza, quizás, el detonante final que lleva a Adolfo Suárez a su dimisión como presidente del gobierno. Es la traición de Abril Martorel, su amigo, su vicepresidente. Así lo cuenta Alberto Recarte, que presidía el gabinete económico de la Presidencia: «Un día me llama Fernando Abril y me ofrece ser su hombre en la Moncloa... Me dice sin tapujos que Adolfo Suárez, un hombre enormemente válido, es un arroyo que se ha quedado seco, ya no trae agua, y que lo que puede traer Adolfo son problemas. Añade que la única persona que puede sustituirle con un mínimo de coherencia y continuidad es él...».
Cuando Suárez se entera, directamente por Recarte, se queda de piedra, casi se derrumba: «Escucha todo mi relato en silencio, me hace un par de preguntas y me despide. Después desaparece dos días, que previsiblemente dedicó a asimilar el golpe».

Aún le quedaría una última satisfacción. Él, que siempre consideró al general Armada un conspirador, cuando lo vio entrar en el congreso el 23-F para convencer a Tejero pensó que había estado equivocado. Después se lo dijo al Rey, quien así le devolvió a la realidad: «No estabas equivocado, Adolfo; ha sido él (Armada) quien lo ha montado».
Lo que no vieron los españoles de aquel intento de golpe de Estado lo desvelaría después un ujier del Congreso, Antonio Chaves.
Tejero le había pedido que le buscara un sitio discreto para hablar con Suárez. Allí, le puso la pistola en la sien. Fueron segundos con la convicción de Suárez de que iba a morir, pero fue capaz de gritar «¡Cuádrese!» con voz firme, lo que desconcertó al bigotudo guardia civil.
El ujier narró la escena así: «No pienso contar de lo que hablaron.
Yo en esos años era de izquierda, casi revolucionario, pero me impresionó la dignidad con que se mantuvo en su sitio. A partir de ese día me hice incondicional suyo». En un momento determinado le llevó un cigarrillo. «Años después iba paseando por la plaza de Oriente y un coche oficial se detuvo junto a mí. Se bajó la ventanilla y era Suárez. ¿Sabes qué me dijo? Antonio, te debo tabaco».

ACTO III
LA RECONCILIACIÓN
-¿Quién es usted? -Adolfo, soy tu amigo.
¿Vale una imagen más que mil palabras? Quizás esta vale su peso en Historia, algo más que esa «línea» («Creo que ya estaré, aunque sólo ocupe una línea») que creyó haberse ganado Adolfo Suárez antes de ser el hombre que no sabe quien es. Ni conoce a sus hijos. Ni al Rey.

LA FOTO, EN PALACIO
La fotografía está enmarcada en Zarzuela, en la sala de audiencias. Entrando a la izquierda. Así lo ha querido el Rey. Se ve a los dos de espalda en la casa de La Florida, el barrio residencial de Madrid donde vive su desmemoria Adolfo, con el monarca rodeándole con su brazo derecho. Era el 17 de julio de 2008. 13 horas y 10 minutos de la tarde. El sol caía a plomo sobre Madrid y aquella mañana, antes de la visita, de la caja fuerte de palacio había salido un precioso collar con las armas del duque de Borgoña, el Toisón de Oro, la máxima condecoración que concede la Casa Real. La joya llevaba un año esperando su destino en el cofre palaciego. Y había llegado el momento, aunque Suárez nunca sepa de ello.
Suárez: -¿Quién es usted?
El Rey: -Adolfo, soy tu amigo...
Luego echaron a andar por un jardín de 200 metros cuadrados. El Rey le pasa la mano sobre el hombro y, como en los viejos tiempos, le dice algo de su campechana cosecha... El ausente ríe incluso.
A unos metros, Adolfo hijo supo captar el momento, irrepetible quizás, y disparó su Canon automática. Una instantánea -después premio Ortega y Gasset 2008- que cerraba el círculo. Palabra de hijo: «Es una foto de dos personas que han vivido muchas cosas juntos y han llegado al final del camino».
La portada perfecta para el libro de aquellos «dos rapaces de Goya o quijotillos de armas tomar». Del chusquero que llegó a duque y del príncipe que llegó a Rey.

EPÍLOGO
UN HOMBRE HABLA SOLO
Rayos de lucidez: «No sé por qué, pero os quiero mucho»
Adolfo Suárez, ahora cuidado por su hija pintora, restauradora y bohemia Laura (murieron Amparo, su esposa, y su primogénita Mariam, aunque él no lo sabe: ¿Quién es Mariam?), ya no intenta escaparse a la calle a repartir billetes de 500 euros entre los vecinos (tuvo que ser parados por sus escoltas), ni se pone en mitad de un plaza a dirigir el tráfico.
A veces sorprende a sus pocos amigos que le siguen visitando. «No sé por qué, pero os quiero mucho», suelta de pronto. Otras no para de hablar, aunque no se le entienda una palabra.
Hay días en que suena otra vez el teléfono y es el Rey, que pregunta por su viejo amigo sin memoria.