¿Cuánto
vale la amistad de un Rey? ¿Acaso un ducado? Ése fue el precio que se cobró
Adolfo Suárez en 1981 por la larga relación que trenzó con Juan Carlos I. El
político consiguió su título nobiliario, su heraldo de grande de España, pero
también la oscura espalda del Soberano. Quedó una relación sin abrazos ni
llamadas sólo recompuesta cuando Suárez había dejado ya de ser él, carcomido
por el olvido y la demencia. O acaso poco antes de que ictus sucesivos
atraparan al primer presidente constitucional de la democracia española en la
red de desmemoria en la que aún sigue enmarañado.
Que
no es alzheimer su mal, sino un largo deterioro neurológico que mostró su
primera mala cara con Suárez aún en la Moncloa y todos, incluido su
vicepresidente (Fernando Abril Martorel), conspirando a oídos del Rey para su
relevo. Entonces, sumido en una profunda depresión, atrincherado en el palacio
que orilla la carretera de la Coruña a la salida de Madrid, Adolfo Suárez
tampoco quiso oír la súplica de su hermano médico: vayamos a una clínica de
Suiza para que te examinen. Pero no. Y las luces se fueron apagando. Un eclipse
total de su buena estrella.
Suárez
y el Rey. Así, a secas, se titula el último premio Espasa Ensayo 2009, de
inminente publicación por la editorial Espasa. El libro lo firma el escritor y
periodista Abel Hernández (Sarnago, Soria, 1937). También fue su amigo, su
asesor. «Es una crónica sentimental de la transición» -avisa el prólogo de la
obra- con dos personajes enzarzados en una auténtica tragedia griega a tres
actos. 222 páginas repletas de grandes revelaciones sobre aquellos años, la
Transición, en los que el presidente del Gobierno guardaba una pistola en el
cajón de la mesa de su despacho para enfrentarse, llegado el caso, a militares
golpistas.
Años
de tú a tú con la Corona: compartía con el amigo Borbón sesiones de cine
(muchas del oeste y de aventuras, que a los dos le apasionaban) en una pequeña
sala acondicionada para proyecciones en palacio. Tiempo de traiciones y
celadas: antes del fallido golpe de Estado de 1981 (23-F, en la sesión de
investidura de Leopoldo Calvo Sotelo, sucesor del dimitido Suárez) el militar
Alfonso Armada se atrevía a mandar por escrito al Rey cómo habría de ser el
gobierno de salvación nacional que se creara tras la decapitación política de
Adolfo: el propio Armada sería el presidente; Felipe González, el entonces
joven y prometedor líder socialista, vicepresidente, y entre los ministros se
contaría el periodista Luis María Anson...
Hay
papeles de todo aquello, aunque no están en los archivos de palacio. No consta.
Como tampoco consta una «hoja de ruta» hacia la democracia que un joven Suárez,
a petición del entonces príncipe, garabateó y entregó al futuro monarca para
organizar, desde dentro mismo del franquismo, la voladura de la dictadura tras
la muerte de Franco.
Abel
Hernández, depositario años atrás de confidencias de Suárez y alguna del Rey,
presenta así su propia narración premiada: «Esta es la historia del chusquero
que llegó a duque y del príncipe que llegó a rey. Los dos tuvieron una infancia
y una juventud movidas e inciertas. De orígenes muy distintos, tanto don Juan
Carlos como Adolfo Suárez vivieron en tensión interior y tuvieron que valerse
por sí mismos. Alejados de sus padres -uno, don Juan, hijo de rey y el otro, el
vividor Hipólito, de republicano- se agarraron a lo que pudieron, adaptándose
sin rechistar a la penosa situación, que ellos soñaron con cambiar desde que se
percataron y se conocieron. Ninguno de los dos procedía de una universidad de
renombre.
Listos
como el hambre, de inteligencia natural, más observadores que lectores -ninguno
de los dos es hombre de libros-, más conversadores de mesa de bar que de sillón
de Academia, dos rapaces de Goya o quijotillos de armas tomar que la Historia
dispuso que se ocuparan juntos de su patria en un momento decisivo... Ellos se
entendieron de maravilla hasta que convino a la Corona dejar el corazón a un
lado y volverse cada uno a la puerta de su casa».
ACTO
I
EL
ENCUENTRO
Segovia,
1969: el joven gobernador y el rubio candidato a heredero
El
flechazo fue en Segovia. Un encantamiento mutuo en 1969, cuando el Rey aún no
era rey, ni siquiera príncipe (Franco le designaría oficialmente heredero a
finales de ese año), y Suárez un joven con ambiciones del Movimiento, ya
gobernador civil de Segovia. Poco después, y no parece casualidad, fue nombrado
director general de RTVE. Dos hombres y un destino.
Adolfo
Suárez Illana, el hijo, lo explica así: «El Rey y Adolfo Suárez planearon en
Segovia y por escrito la estrategia a seguir cuando se cumplieran las
previsiones sucesorias».
Si
el entonces rubio Borbón, tutelado desde la edad de 10 años por Franco y la
corte de El Pardo, supo pronto que tendría que desbancar a su propio padre, don
Juan, en el orden sucesorio como única manera de salvar la institución
monárquica, de Suárez se sabe que una década antes del encuentro segoviano con
el Rey ya se manifestaba convencido de que terminaría siendo presidente del
Gobierno. O de la República.
LA
VIDENTE ETHEL
Una
vidente argentina llamada Ethel, peronista, dejaría en aquellos años
boquiabiertos a quienes la rodeaban una tarde en un colegio mayor de Madrid
cuando, señalando a Adolfo Suárez, vaticinó que aquel chico sería presidente
del Gobierno con la monarquía. Su esposa, Amparo Illana, lo decía en broma de
otra manera: «Adolfo es un extraterrestre».
Con
don Juan Carlos apadrinándole desde la distancia, la escalada de Suárez es
monumental: director de RTVE, vicesecretario general del Movimiento y ministro,
también del Movimiento, en el primer gobierno de la monarquía tras la muerte de
Franco. Aún quedaba por jubilar a Arias Navarro, el presidente heredado, e
iniciar el gobierno que abriera paso a una futura democracia. Fue entonces
cuando todos vieron a las claras la querencia del Monarca. Aquel caluroso 3 de
julio de 1976, algo más de siete meses después de que una pesada losa dejara
bajo tierra a Franco en El Escorial, Suárez esperó todo el día la llamada de su
amigo.
-Adolfo,
¿vas a hacer algo esta tarde?
-No,
nada de particular, señor.
-¿Por
qué no te vienes (a la Zarzuela) y tomamos café juntos?
Cuando
le hicieron pasar al despacho de Su Majestad, el Rey no estaba. O sí, pero se
había ocultado. Y así fue, con tan juancarlista broma, como saliendo del
escondite y sin más preámbulo, el amigo Rey dijo las palabras.
-Adolfo,
deseo que me hagas un favor... Quiero que seas presidente del Gobierno.
-¡Uf,
ya era hora, señor!
Según
la versión de Suárez Illana, aquella misma tarde el Rey sacó los papeles que
Adolfo Suárez le había entregado siete años antes en Segovia. «Aquella hoja de
ruta para la democracia que años antes le había entregado mi padre, con el
enunciado de las cuatro o cinco cosas que convenía llevar a cabo. Y el Rey le
dijo: Adolfo, ha llegado el momento de que hagamos lo que tú habías dicho».
Sin
embargo, y así lo escribe Abel Hernández en su ensayo, el Rey no recuerda tal
cosa, y esos papeles no figuran en el archivo de La Zarzuela.
[Adolfo
Suárez fue presidente del gobierno durante cinco años. Gana sus primeras
elecciones en 1977, al poco de haber legalizado al PCE. En 1978, bajo su
presidencia, el pueblo español ratificó en referéndum la Constitución, y en
1979 su partido, la UCD, volvió a vencer en las urnas. No logró finalizar la
legislatura, pues dimitió el 27 de enero de 1981. El Rey aceptó su renuncia.
«Que éste se va», dice fríamente a Sabino Fernández Campo en presencia del
dimisionario. Parecía liberado. Sorpresa y alivio al alimón]
ACTO
II
LA
RUPTURA
«Dejaré
la política si el Rey me da el título de Duque Grande de España»
Un
Suárez herido y solo -como aquella voz de Baudelaire que lloraba «no busque más
mi corazón, se lo han comido las bestias»- ajusta cuentas. En enero había
presentado su dimisión al Rey (se la acepta con esta coletilla al salir del
despacho: ¡Oye, oye, pero te daré un título!). Había sobrevivido también, el
23-F, a la pistola que el golpista Tejero le puso en la sien en un despacho
aparte del Congreso de los Diputados... Todo quedaba atrás.
-Dile
a Manolo Prado (y Colón de Carvajal, el enviado real en la negociación
nobiliaria, después caído en desgracia y condenado incluso a prisión) que
dejaré la política si el Rey me da el título que me corresponde.
Poco
antes de cerrar aquel último capítulo, Suárez había verbalizado más: ¿Qué le
está pasando al Rey, que antes me abrazaba y ahora parece que se echa para
atrás?, preguntó a Sabino Fernández Campo, jefe de la Casa del Rey. Porque el
hombre de Cebreros (Ávila) se sentía a la intemperie, con su UCD repleta de
Brutos ensañándose en su espalda de César. Visionario acaso: «No descarto que
haya un golpe militar, y si lo hay, el inductor habrá sido Armada» (antiguo
secretario de la Casa Real, de quien siempre desconfió). Se veía a sí mismo
abandonado por todos, rodeado de traición. Quizás ya la sombra de la
enfermedad.
DEPRESIÓN
EN LA MONCLOA
«El
proceso neurológico fue largo, empezó mucho antes de lo que la gente piensa».
«Seríamos injustos con todo el mundo, incluido el Rey, que presionó para que se
fuera, con Fernando Abril, que pretendió suplantarle, y con el propio Adolfo
Suárez si no reconociéramos su pérdida de facultades casi inmediatamente
después de las elecciones de 1979 [aprobada la Constitución, legalizado el PCE,
la UCD arrolla y él debuta como presidente democrático]. Esto explica el miedo
escénico que tenía al Parlamento, el sufrimiento tremendo, auténtico pánico, en
cada comparecencia, la soledad y la parálisis que se fueron apoderando de él a
la hora de tomar decisiones. Hacía mil juegos de estrategia, con gran
inteligencia, pero a la hora de la vedad estaba paralizado y bloqueado. Tenia
como percibe Abril, problemas graves de funcionamiento. Y esto seguramente
también lo percibe el Rey».
En
Suárez y el Rey también se narra así: «No se recuerda el caso de ningún
presidente de Gobierno en los dos últimos siglos que se hubiera quedado en la
calle tan desamparado como él. Nadie le cobijó en aquel trance... Además, el
Rey le había puesto como condición para otorgarle el ducado que renunciara
definitivamente a la política activa. Y Suárez aceptó esa condición sin ánimo
de cumplirla... Los encargados de negociar las condiciones del título
nobiliario fueron Alberto Recarte y Manuel Prado y Colón de Carvajal. La
propuesta inicial era hacerle duque de Ávila, pero el Rey no lo consideró
conveniente porque ese título correspondía a la Familia Real. Al final se creó
el Ducado con Grandeza de España.
Con
el recado que pedía que transmitiera Manolo Prado al jefe, el asunto parecía
resuelto. Pero Adolfo Suárez, como queriendo hacer verdad aquellas célebres
palabras que le había dedicado Alfonso Guerra -«tahúr del Mississippi»- no
mostró su última carta. El 31 de julio de 1981, incumpliendo el compromiso de
retirarse de la política a cambio del título de duque con grandeza de España,
funda el CDS. Las ya deterioradas relaciones con La Zarzuela se convierten en
prácticamente inexistentes. Desde ese día, el Rey dejó de llamarle. Sólo la
Reina, cada 25 de septiembre para felicitarle su cumpleaños, siguió haciéndose
oír. Historia era ya aquel mediodía de enero de 1981 en el que Suárez y el Rey
compartieron por última vez mesa y mantel en Palacio. Arroz a la cubana, carne
con salsa y quesos fue el menú del que Adolfo Suárez apenas probó bocado.
¿Qué
amargó tantos días de vino y rosas? El desencuentro empieza a tomar cuerpo tras
quedar aprobada la Constitución (diciembre de 1978). Un día después de su
entrada en vigor, el 28 de diciembre, día de los Inocentes, Suárez proclamó que
la Transición había terminado. Comenzaban, con la vista puesta en las
elecciones del 1 de marzo de 1979, la refriega partidista. Las ganó, pero ni
siquiera le resultó fácil administrar la victoria en las urnas. «El señor
Suárez», dice Guerra en mayo de 1980, cuando los socialistas le presentan una
moción de censura para derribar al tahúr del Mississippi, «ha llegado al tope
de grado de democracia que es capaz de administrar».
«ADOLFO
TIENE QUE CAMBIAR»
La
legalización del PCE y la sucesión de atentados de ETA en el País Vasco, con
funerales que los militares consideraban vergonzosos y casi clandestinos (el
sangriento 1980 se cerró con 92 muertos), tiene también enervada a la casta
militar, los compañeros de armas del Rey. El ruido de sables es tan sonoro como
la crisis que empieza a desmoronar la UCD. «No hay que cambiar a Adolfo, pero
Adolfo tiene que cambiar», se oye decir al mismísimo Juan Carlos.
Tiempo
de intrigas. El PSOE movilizó a sus correos para convencer al Monarca de que
destituyera a Suárez y se formara un gobierno de «solución nacional» con un
independiente al frente. Sabido es que Enrique Múgica y Joan Raventós
mantuvieron en Lérida un encuentro con el general Alfonso Armada, ex secretario
de la Casa del Rey y entonces gobernador militar de Lérida. Le habrían
propuesto presidir él mismo ese eventual gobierno.
Y
a Armada, el conspirador luego condenado por golpista, le faltó tiempo para
mandar a su amigo el Rey, y por escrito, la propuesta de «un gobierno de
concentración presidido por un neutral» ante el temor de un golpe fuerte de los
militares. La carta llegó a Sabino Fernández Campo con el ruego de que hiciera
llegar la propuesta a don Juan Carlos. En la nota decía que el plan «había sido
redactado por un importante constitucionalista español». (Los dirigentes
socialistas habrían incitado al profesor Carlos Ollero a redactar la atrevida
propuesta de Armada).
Abel
Hernández aventura cómo viven aquella agonía los dos protagonistas: «Es
evidente que a Suárez una de las cosas que más le duelen esos días de finales
de 1980 es el enfriamiento de las relaciones con el Rey, al que, sin embargo,
siempre mantuvo la lealtad y el afecto. El mundo de los afectos del Rey es
mucho más complicado. Le han educado desde la cuna en el convencimiento de que
cualquier favor que le hagan es un honor para el que lo hace y, por lo tanto,
es el que hace un favor al Rey el que debe estar agradecido... Es difícil la
amistad con el Rey... La monarquía es, por definición, la permanencia; mientras
que la política y los políticos son transitorios... El drama de ser rey es su
soledad: tiene que sacrificar, si es preciso, los sentimientos personales para
salvar la institución que representa y que ha de dejar en herencia a su
sucesor. Eso le pasó con Suárez...».
Hay
otros actores de reparto, claro. Uno protagoniza, quizás, el detonante final
que lleva a Adolfo Suárez a su dimisión como presidente del gobierno. Es la
traición de Abril Martorel, su amigo, su vicepresidente. Así lo cuenta Alberto
Recarte, que presidía el gabinete económico de la Presidencia: «Un día me llama
Fernando Abril y me ofrece ser su hombre en la Moncloa... Me dice sin tapujos
que Adolfo Suárez, un hombre enormemente válido, es un arroyo que se ha quedado
seco, ya no trae agua, y que lo que puede traer Adolfo son problemas. Añade que
la única persona que puede sustituirle con un mínimo de coherencia y
continuidad es él...».
Cuando
Suárez se entera, directamente por Recarte, se queda de piedra, casi se
derrumba: «Escucha todo mi relato en silencio, me hace un par de preguntas y me
despide. Después desaparece dos días, que previsiblemente dedicó a asimilar el
golpe».
Aún
le quedaría una última satisfacción. Él, que siempre consideró al general
Armada un conspirador, cuando lo vio entrar en el congreso el 23-F para
convencer a Tejero pensó que había estado equivocado. Después se lo dijo al
Rey, quien así le devolvió a la realidad: «No estabas equivocado, Adolfo; ha
sido él (Armada) quien lo ha montado». Lo que no vieron los españoles de aquel
intento de golpe de Estado lo desvelaría después un ujier del Congreso, Antonio
Chaves. Tejero le había pedido que le buscara un sitio discreto para hablar con
Suárez. Allí, le puso la pistola en la sien. Fueron segundos con la convicción
de Suárez de que iba a morir, pero fue capaz de gritar «¡Cuádrese!» con voz
firme, lo que desconcertó al bigotudo guardia civil. El ujier narró la escena
así: «No pienso contar de lo que hablaron. Yo en esos años era de izquierda,
casi revolucionario, pero me impresionó la dignidad con que se mantuvo en su
sitio. A partir de ese día me hice incondicional suyo». En un momento
determinado le llevó un cigarrillo. «Años después iba paseando por la plaza de
Oriente y un coche oficial se detuvo junto a mí. Se bajó la ventanilla y era
Suárez. ¿Sabes qué me dijo? Antonio, te debo tabaco».
ACTO
III
LA
RECONCILIACIÓN
-¿Quién
es usted? -Adolfo, soy tu amigo.
¿Vale
una imagen más que mil palabras? Quizás esta vale su peso en Historia, algo más
que esa «línea» («Creo que ya estaré, aunque sólo ocupe una línea») que creyó
haberse ganado Adolfo Suárez antes de ser el hombre que no sabe quien es. Ni
conoce a sus hijos. Ni al Rey.
LA
FOTO, EN PALACIO
La
fotografía está enmarcada en Zarzuela, en la sala de audiencias. Entrando a la
izquierda. Así lo ha querido el Rey. Se ve a los dos de espalda en la casa de
La Florida, el barrio residencial de Madrid donde vive su desmemoria Adolfo,
con el monarca rodeándole con su brazo derecho. Era el 17 de julio de 2008. 13
horas y 10 minutos de la tarde. El sol caía a plomo sobre Madrid y aquella
mañana, antes de la visita, de la caja fuerte de palacio había salido un
precioso collar con las armas del duque de Borgoña, el Toisón de Oro, la máxima
condecoración que concede la Casa Real. La joya llevaba un año esperando su
destino en el cofre palaciego. Y había llegado el momento, aunque Suárez nunca
sepa de ello.
Suárez:
-¿Quién es usted?
El
Rey: -Adolfo, soy tu amigo...
Luego
echaron a andar por un jardín de 200 metros cuadrados. El Rey le pasa la mano
sobre el hombro y, como en los viejos tiempos, le dice algo de su campechana
cosecha... El ausente ríe incluso.
A
unos metros, Adolfo hijo supo captar el momento, irrepetible quizás, y disparó
su Canon automática. Una instantánea -después premio Ortega y Gasset 2008- que
cerraba el círculo. Palabra de hijo: «Es una foto de dos personas que han
vivido muchas cosas juntos y han llegado al final del camino».
La
portada perfecta para el libro de aquellos «dos rapaces de Goya o quijotillos
de armas tomar». Del chusquero que llegó a duque y del príncipe que llegó a
Rey.
EPÍLOGO
UN
HOMBRE HABLA SOLO
Rayos
de lucidez: «No sé por qué, pero os quiero mucho»
Adolfo
Suárez, ahora cuidado por su hija pintora, restauradora y bohemia Laura
(murieron Amparo, su esposa, y su primogénita Mariam, aunque él no lo sabe:
¿Quién es Mariam?), ya no intenta escaparse a la calle a repartir billetes de
500 euros entre los vecinos (tuvo que ser parados por sus escoltas), ni se pone
en mitad de un plaza a dirigir el tráfico.
A
veces sorprende a sus pocos amigos que le siguen visitando. «No sé por qué,
pero os quiero mucho», suelta de pronto. Otras no para de hablar, aunque no se
le entienda una palabra.
Hay
días en que suena otra vez el teléfono y es el Rey, que pregunta por su viejo
amigo sin memoria.
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