viernes, 4 de enero de 2013

Antonio Machado

Requerido el ilustre escritor don Antonio Machado para intervenir en la encuesta abierta para glosar por radio los trece puntos del Gobierno Negrín, ha escrito, con respecto al duodécimo de dichos postulados, lo siguiente:
Los trece puntos del Gobierno de la República. Con esta denominación, designa ya la fama, dentro y fuera de España, una declaración de los propósitos de nuestra guerra, que contiene, al mismo tiempo, los fundamentos de toda una Constitución política, en la cual resplandecen dos grandes virtudes: la de mirar al mañana y la de recoger lo mejor y más esencial de la tradición española.

Yo siento mucho no haber meditado bastante sobre política. Pertenezco a una generación que se llamó a sí misma apolítica, que cometió el grave error de no ver sino un aspecto negativo de la política, de ignorar que la política podía ser algún día una actividad esencialísima, de vida o muerte, para nuestra patria. No es extraño que no sea un hombre de mi quinta, sino de otra posterior, el doctor Negrín, quien tiene hoy la gloria de interpretar, en plena guerra, la voluntad política de España, en un documento que ya la Historia ha hecho suyo, y que merece el respeto y la admiración de todos. Cábeme la profunda satisfacción de no haber sido totalmente recusado en mi vejez por los pecados de mi juventud, de que todavía se quiera escuchar mi voz. cuando tantas otras, justamente autorizadas, tienen la palabra.

El Estado español --dice en el punto duodécimo-- se reafirma en la doctrina constitucional de renuncia a la guerra como instrumento de política nacional. España, fiel a los Pactos y Tratados, apoyará la política simbolizada en la Sociedad de Naciones, ratifica y mantiene los derechos propios del Estado español, y reclama, como Potencia mediterránea, un puesto en el concierto de las naciones, dispuesta siempre a colaborar en el afianzamiento de la seguridad colectiva y de defensa general del país. Para contribuir de una manera eficaz a esta política, España desarrollará e intensificará todas sus posibilidades de defensa.

Reparemos en el contenido de este párrafo esencialísimo sin pretender completarlo, porque su análisis completo requiere muy hondas meditaciones, que se exceden en mucho a nuestra capacidad de reflexión. Con toda energía, se hace constar en él que el Estado se reafirma en una doctrina constitucional: la de la Constitución que debe ser sagrada para nosotros, la Constitución cien veces legítima de España, votada en unas Cortes Constituyentes como expresión inequívoca de la voluntad política de la nación, precisamente la Constitución hollada, ultrajada y pérfidamente combatida por militares facciosos que se alzaron en armas contra ella... No lo digo bien; procuraré expresarme con más exactitud. Los militares no se alzaron en armas contra la Constitución, se alzaron con las armas, cobarde y subrepticiamente, para dejarla totalmente indefensa, aunque, por fortuna, los heroicos puños del pueblo supieron defenderla, la están defendiendo todavía.

De modo que el gobierno de la República, en el párrafo duodécimo del documento que analizamos, no promete novedades para ponerse a tono con circunstancias políticas que pudieran serle propicias, sino que se afirma en la doctrina constitucional, que representa la evolución histórica de su pueblo, en el momento en que la traición de dentro y la codicia de fuera surgieron en su camino.

El Estado español se reafirma en la doctrina constitucional de renunciar a la guerra como instrumento de política nacional. Esto quiere decir, y lo dice muy ciertamente, que España renuncia para siempre a toda ambición imperialista, a todo ensanchamiento territorial debido a la violencia. Esta declaración pudiera parecer superflua al pensamiento superficial, pero de ningún modo lo es, porque España, reducida al dominio de su metrópoli, que actualmente se le disputa, ha sido un gran Imperio, y la nostalgia de volver a serlo tendría en ella razones psicológicas muy hondas, que otros muchos pueblos no podrían invocar. Pero España, en su Constitución y en el magnífico documento del doctor Negrín, no las invoca, porque está mucho más allá de ellas. España es, en el fondo, fiel a su historia, al hacer hoy, mutatis mutandis, lo que ha hecho siempre: dar más que recibe. España ha sido, en efecto, un pueblo de conquistadores; América es su gesta inmortal. Pero España no ha conquistado nunca para sí misma, no ha sido nunca un pueblo de presa, como lo han sido otros muchos. Sus conquistas en América van precedidas del descubrimiento de un continente, de todo un mundo nuevo. ¿Qué representan unas cuantas batallas ganadas a los indios por nuestros capitanes ante aquella ingente labor exploradora, de adentramiento y de aventuras en países desconocidos, bajo climas crueles, ante aquella lucha gigantesca contra una naturaleza hostil, inhóspita, abrumadora? La gran gesta española es la conquista de la naturaleza, si queréis, de la geografía para la Historia.

Nunca invocó España --a la manera de los totalitarios-- la virtud de la fuerza para el dominio de los hombres. Se podrán discutir sus razones y sus ideales, de ningún modo su posición ética; porque siempre ha creído servir a una causa más alta que su propio egoísmo.

Cuando el doctor Negrín, en el número doce de su escrito, declara que España renuncia a la guerra como instrumento político, hace una afirmación españolísima, que autoriza y confirma lo más esencial de la tradición española.

España, fiel a los Pactos y Tratados, apoyará la política simbolizada en la Sociedad de Naciones que ha de presidir siempre sus normas. Reparemos en que cuando el doctor Negrín habla de la Sociedad de Naciones, que ha sido, en efecto, creada para fines tan altos como de ponerse a todos los pueblos bajo el imperio de la justicia, de ningún modo para coadyuvar al exterminio de los débiles para conservar el equilibrio de fuerzas antagónicas entre los fuertes. La política que ella simboliza, de buen o de mal grado, nada tiene que ver con el estado empírico de ese organismo de opereta justamente desacreditado en nuestros días.

España --continúa el documento-- ratifica y mantiene los derechos propios del Estado español, y reclama, como Potencia mediterránea, un puesto en el concierto de las naciones, dispuesta siempre a colaborar en el afianzamiento de la seguridad colectiva y de defensa general del país. En los momentos que vivimos, cuando se lucha en defensa de los derechos inalienables, no huelga de ningún modo invocarlos, puesto que no falta quien, ciega y bárbaramente, pretende desconocerlos para atropellarlos. España es, efecto, potencia mediterránea por su posición geográfica, por virtud de su historia y por razones étnicas de todos conocidas. Cuando, a título de tal, reclama un puesto en el concierto de las naciones, no tiene ninguna pretensión usuraria, ninguna ambición desmedida. Fiel a su historia, no expresa ningún propósito de hegemonía sobre las naciones de Europa. Porque España, este vasto promontorio del Occidente europeo, gran escudo de Europa durante ocho siglos; España, por quien existen potencias oceánicas y mundiales, ha dado siempre --repito-- más de lo que ha recibido, y este sentido generoso de su actuación en la Historia no lo ha perdido nunca. A cambio de tanta nobleza --digámoslo de paso-- España ha sido víctima de las mayores calumnias; porque hasta el título de europea se le ha negado. Quienes, con total desconocimiento de la Historia y de la geografía, sostienen que el África empieza en los Pirineos, olvidan que en Europa occidental, erizado de sierras y poblado de pechos indomables, merced a los cuales Europa es Europa. Olvidan quienes pretenden disminuir a España como potencia en el mar latino que cuando España había descubierto y daba su sangre a un continente más allá del Atlántico, conservó Venecia la hegemonía del Mediterráneo con la ayuda de España, y que merced a España triunfadora en Lepanto no fue el Mediterráneo un lago totalmente entregado a las amenazas del poderío truco y a las piraterías berberiscas. Miguel de Cervantes, el más egregio soldado en las galeras de España y el más ilustre cautivo europeo que tuvo Argel, viene hoy a nosotros para decirnos: En verdad que ese título de potencia mediterránea no se lo hemos robado a nadie.

Para contribuir de una manera eficaz a esta política --termina el párrafo duodécimo-- España desarrollará e intensificará todas sus posibilidades de defensa. Oídlo bien, amigos muy queridos de Francia y de Inglaterra, porque España no habla el lenguaje equívoco y perverso de las Cancillerías: todas sus posibilidades de defensa, y ninguna de sus posibilidades de agresión. Oídlo también vosotros, mal encubiertos enemigos de la España leal, encaramados en el poder de dos pueblos amigos, que de ningún modo pueden ser enemigos nuestros. La defensa que España quiere desarrollar e intensificar, no es sólo la suya, ¡tan legítima!; es también la que vosotros tenéis abandonada en provecho de nuestros comunes enemigos, que son los más implacables enemigos nuestros. Fiel a su historia, fiel a su tradición, siempre generosa, la España leal al gobierno de su gloriosa República, no sólo defiende la integridad de su territorio y el derecho a disponer de su propio destino: defiende también, y sobre todo, la hegemonía de las dos grandes democracias del Occidente europeo, la llave de un imperio civilizador, las rutas marítimas de otro gran pueblo orgullo de la Historia; y las defiende contra los poderes demoníacos de las llamadas potencias totalitarias, contra la barbarie que amenaza anegar el mundo entero.

Bajo las bombas asesinas de los totalitarios, jurados enemigos del género humano, bajo un diluvio de iniquidades y en plena refriega, España ha tenido el ánimo sereno, la inteligencia clara y el pulso firme para escribir un documento en el cual, sin odios ni jactancias, se expresa la voluntad política de un pueblo. Y no digo más, porque mi deber estricto se limita a comentar el párrafo doce. Otros mejores que yo os hablarán de los demás.
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Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 288-92.
En la patriótica emisión de radio que diariamente se da con el título «La Voz de España», ha sido divulgada la siguiente alocución del ilustre poeta don Antonio Machado:
A todos los españoles: Más de una vez he dicho, y nunca me cansaré de repetirlo, que mi ideario político se ha limitado siempre a aceptar como legítimo solamente el Gobierno que representa la voluntad del pueblo, libremente expresada. He de añadir que la palabra `pueblo' no tiene para mí una marcada significación de clase: del pueblo español forman parte todos los españoles. Por eso estuve siempre al lado de la República Española, en cuyo advenimiento trabajé en la modesta medida de mis fuerzas y dentro de los cauces que yo estimaba legales. Cuando la República se implantó en España, como una inequívoca expresión de la voluntad política de nuestro pueblo, la saludé con alborozo y me apresté a servirla, sin aguardar de ella ninguna ventaja material. Si ella hubiera venido como consecuencia de un golpe de mano, como imposición de la astucia o de la violencia, yo hubiera estado siempre enfrente de ella. Yo sé muy bien que dentro de una República se plantean problemas mucho más hondos que el estrictamente político --son ellos de índole económica, social, religiosa, cultural, en suma--, y que, dentro de esa República, caben ideologías no sólo diversas, sino hasta encontradas. Pero por muy honda y enconada que sea la lucha, la República conserva su legitimidad mientras la voluntad del pueblo, libremente expresada, no la condene. Por eso cuando un grupo de militares volvió contra el legítimo Gobierno de la República las armas que de él había recibido para defenderla de agresiones injustas, yo estuve, sin vacilar, al lado de ese gobierno desarmado. Sin vacilar, digo, y también sin la menor jactancia; porque creía cumplir un deber estricto. Los profesionales de las armas no eran ya el ejército de España; el ejército de España era entonces, para mí, aquel que el pueblo hubo de improvisar con los mejores de sus hijos; un ejército tan débil e insuficientemente armado por fuera, como fuerte y superabundantemente provisto, por dentro, de razón y de energía moral. Improvisado, digo, con los mejores de sus hijos, y no vacilo en añadir: con un pequeño grupo de voluntarios propiamente dichos, de hombres abnegados y generosos que venían a España, sin la más leve ambición material, a verter su sangre en defensa de una causa justa.

Con todo ello, y convencido de la ceguera, de los errores, de la injusticia de nuestros adversarios, de cuya índole facciosa no dudé un momento, confieso que nunca pude aborrecerlos; con todos sus yerros, con todos sus pecados, eran españoles; y el lazo fraterno, hondamente fraterno de la patria común, no podía romperse ni con la más enconada guerra civil.

ºPero se inició el hecho monstruoso de la invasión extranjera. De un modo subrepticio y cobarde, la invasión se produjo, y fue tomando cuerpo y realidad innegable a medida que el tiempo avanzaba. Dos pueblos extranjeros habían penetrado en España para disponer de su destino futuro y para borrar por la fuerza y la calumnia su historia pasada. En el trance trágico y decisivo que hoy vivimos, no puede haber dudas ni vacilaciones para un español. Ya no le es dado elegir bando ni bandería: Ha de estar necesariamente con España y en contra de los invasores. Dejemos a un lado la parte de culpa que en la invasión de España hayan podido tener los españoles mismos. Si este pecado existe, alguien lo cometió conscientemente, es de índole tal que escapa al poder de sanción de todo tribunal humano.

Reparad también en que ni siquiera he hablado del fascismo ni de marxismo. No creo que haya nadie en España que diste más que yo del ideario fascista. Siempre he creído, sin embargo, que, desde un punto de vista teórico, cabe ser fascista sin por ello dejar de ser español. Mas siempre he afirmado que no se puede ser español y entregar el territorio y los destinos de España a la codicia imperialista del fascio italiano o del racismo alemán. No creo que nadie, hoy, en España, pueda pretender honradamente que esto sea posible.

Se nos ha calumniado, dentro y fuera de España, diciendo que nosotros también servimos una causa extranjera; que trabajamos por cuenta de Rusia. La calumnia es doblemente pérfida, pero tan grosera, que no ha podido engañar a nadie que no sea perfectamente imbécil. Porque todos saben (están hartos de saber) que Rusia, ese pueblo admirable, que renunció a su imperio para libertar a sus pueblos, no atentó nunca a la libertad de los ajenos y que no tuvo jamás la más leve ambición territorial en España. Esto lo saben todos, aunque muchos disimulen ignorarlo.

Ha llegado el día, hombres de España, de España entera --quiero decir de todos los pueblos hispánicos cuyo territorio está invadido-- en que hemos de reconocer esta verdad inconcusa: nuestro deber más imperioso es luchar por nuestra independencia terriblemente amenazada. Y España es fuerte, mucho más fuerte de lo que piensan nuestros enemigos, porque, como he dicho una vez, y no me importa repetirlo. España no es una invención de la diplomacia extranjera o la resultante de tratados de paz más o menos ineptos. Lleva siglos de vida propia, perfectamente definida por su raza, por su lengua, por su geografía, por su historia y por su aportación a la cultura universal. No dudéis un momento que traiciona a su patria quien se niega a defenderla contra la invasión extranjera.

El gobierno de nuestra República, en el ejercicio de un derecho incuestionable, y en el cumplimiento de su más alto deber, ha formulado en el documento del doctor Negrín, de todos conocido, las líneas generales de los fines de guerra para España entera. Nada en ellos se prejuzga; nada en ellos implica coacción o amenaza. Todo en ellos significa atención y respeto para todas las buenas voluntades de España. Meditadlo bien. Y escuchad, al par, el dictado de vuestra conciencia. El os señalará el único camino para ser españoles.
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Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 294-97.
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Nunca olvidaré unas palabras de Dostoyevski, leídas recientemente, pero que coinciden con la idea que hace ya muchos años me había yo formado del alma rusa: «Sí, hijo mío, te lo repito, yo no puedo dejar de respetar mi nobleza. Se ha creado entre nosotros, en el curso de los siglos, un tipo superior de civilización desconocido en otras partes, que no se encuentra en todo el universo: el hombre que sufre por el mundo». Como a nuestro Unamuno España, le dolía al ruso el mundo entero.
Dejando a un lado cuanto puede haber de jactancia y aun de prejuicio aristocrático en las citadas frases, que pone Dostoyevski en boca de un personaje de sus novelas, reparemos en que ellas expresan una esencialísima verdad ruso. ¿Y es ahí donde hemos de buscar la más honda raíz de la Rusia de hoy?

Como las grandes montañas cuando nos alejamos de ellas, la nueva Rusia se nos agiganta al correr de los años. ¿Quién será hoy tan ciego que no vea su grandeza? La proclaman sus mismos enemigos. Los millones de hombres con el escudo al brazo que militan contra la nueva Rusia nos dicen claramente con su actitud defensiva que es hoy Moscú el foco activo de la historia. Londres, París, Berlín, Roma son faros intermitentes, luminarias mortecinas que todavía se transmiten señales, pero que ya no alumbran ni calienta, y que han perdido toda virtud de guías universales.

Reparemos en la pobre idea que dan de sí mismas esas democracias que fueron un día el orgullo del mundo; veamos cuanto sale o se guisa en sus cancillerías, incapaces de invocar --siquiera sea a título de dignidad formularia-- ningún principio ideal, ninguna severa norma de justicia. Como si estuvieran vencidas de antemano, o subrepticiamente vendidas al enemigo, como si presintiesen que la llave de su futuro no está ya en su poder, apenas si tienen movimiento que no revele un miedo insuperable a lo que puede venir. Reparemos en su actuación desdichada en la Sociedad de Naciones, convirtiendo una institución nobilísima, que hubiera honrado a la humanidad entera, en un órgano superfluo, cuando no lamentable, y que sería de la más regocijante ópera bufa si no coincidiese con los momentos más trágicos de la historia contemporánea.

Reparemos en esos dos hinchados dictadores que pretenden asustar al mundo y a quienes Roma y Berlín soportan y exaltan. Ellos no invocan la abrumadora tradición de cultura de sus grandes pueblos respectivos: la declaran superflua; proclaman, en cambio, una voluntad ambiciosa, un culto al poder por el poder mismo, un deseo arbitrario de avasallar al mundo, que pretenden cohonestar con una ideología rancia, cien veces refutada y reducida al absurdo por el solo hecho de la guerra europea. Roma y Berlín son hoy los pedestales de esas dos figuras de teatro, abominables máscaras que suelen aparecer en los imperios llamados a ser aniquilados, por enemigos del género humano. La historia no camina al ritmo de nuestra impaciencia. No vivirá mucho, sin embargo, quien no vea el fracaso de esas dos deleznables organizaciones políticas que hoy representan Roma y Berlín.

Moscú, en cambio --resumamos en este claro nombre toda la vasta organización de la Rusia actual--, aunque salude con el puño cerrado, es la mano abierta y generosa, el corazón hospitalario para todos los hombres libres, que se afanan por crear una forma de convivencia humana que no tiene sus límites en las fronteras de Rusia. Desde su gran revolución, un hecho genial surgido en plena guerra entre naciones, Moscú vive consagrado a una labor constructora, que es una empresa gigante de radio universal.

La fuerza incontrastable de la Rusia actual radica en esto. Rusia no es ya una entidad polémica, como lo fue la Rusia de los zares, cuya misión era imponer un dominio, conquistar por la fuerza una hegemonía entre naciones. De esa vanidad, que todavía calienta los sesos de Mussolini, ese faquín endiosado, se curaron los rusos hace ya veinte años. La Rusia actual nace con la renuncia a todas las ambiciones del Imperio, rompiendo todas las cadenas, reconociendo la libre personalidad de todos los pueblos que la integran. Su mismo ejército, el primero del mundo, no sólo en número, sino, sobre todo, en calidad, no es esencialmente el instrumento de un poder que amenace a nadie, ni a los fuertes ni a los débiles, responde a la imperiosa necesidad de defensa que le imponen la muchedumbre y el encono de sus enemigos; porque contra Rusia militan las fuerzas al servicio de todos los injustos privilegios del mundo. Sus gobernantes no lo olvidan. La política de Lenin y Stalin se caracteriza no sólo por su alcance universal, sino también por un claro sentido de lo real, cuya ausencia es siempre en política causa de fracaso. Mas la Rusia actual, la Gran República de los Soviets, va ganando, de hora en hora, la simpatía y el amor de los pueblos; porque toda ella está consagrada a mejorar las condiciones de la vida humana, al logro efectivo, no a la mera enunciación, de un propósito de justicia. Esto es lo que no quieren ver sus enemigos, lo que muchos de sus amigos no han acertado a ver con claridad: el sentido generoso y fraterno, íntegramente humano, de todas las creaciones del alma rusa, el que impera en esa magnífica Unión de Repúblicas Soviéticas, cuyo vigésimo aniversario se celebrará en el año que corre.

Pero Rusia, la Rusia actual, que todos admiramos y que ilumina a muchos con sus potentes reflectores enfocados hacia el porvenir, no es, como algunos creen, un fenómeno meteórico e inexplicable, venido de otras esferas para asombro de nuestro planeta; no es, como piensan otros, una consecuencia asiática del pensamiento teutónico de Carlos Marx; no es, tampoco, un engendro de la Revolución de Octubre, ni mucho menos ha salido --la Rusia actual-- acabada y perfecta, de la cabeza de Lenin, como Minerva de la cabeza de Júpiter. No. A mi juicio no es nada de esto. Los viejos amigos de Rusia, los que conocíamos, antes de su gran Revolución y aun antes de la guerra mundial, algo de su admirable literatura --Dostoyevski, Turguénef, Tolstoy-- sabemos que, bajo el dominio despótico de los zares, estaban ya maduras las virtudes específicamente rusas sobre las cuales se asienta la Rusia de hoy. Aquellos libros que leíamos siendo niños, y que llegaban a nosotros, trasegados del ruso al alemán, del alemán al francés y del francés al español chapucero de los más baratos traductores de Cataluña, dejaban en nuestras almas, a pesar de tantas torpes decantaciones lingüísticas, una huella muy honda, nos conmovían más que nuestras mejores novelas contemporáneas --buena lección para meditar por nuestros culteranos deshumanizadores de arte literario. Y es que a través de la más inepta traducción de La guerra y la paz --por aducir un ejemplo ingente-- llega a nosotros, todavía, un mensaje del alma eslava, amplia y profundamente humano, que parece revelarnos un mundo nuevo. Entendámonos: nuevo con relación al mundo mezquino y provinciano de la moderna literatura occidental. En verdad, no es un mensaje literario éste que el alma rusa nos envía en sus obras maestras. Ni siquiera sabemos si las novelas de Tolstoy o Dostoyevski están bien o mal escritas en su lengua. Suponemos que lo estarán soberbiamente. Pero sabemos con certeza la mucha humanidad que contienen, la gran copia de vidas humanas, al margen de toda frivolidad, que en ellas se representan; sabemos que esas vidas humanas, las más humildes como las más egregias, parecen movidas por un resorte esencialmente religioso, una inquietud verdadera por el total destino del hombre. Bajo la férula de su imperio despótico, de espíritu más o menos tártaro o mongólico, al margen de su Iglesia fosilizada en normas bizantinas, el alma eslava ha captado, ha hecho suyas las más finas esencias del cristianismo. Sólo el ruso, a juzgar por su gran literatura, nos parece vivir en cristiano, quiero decir auténticamente inquieto por el mandato del amor de sentido fraterno, emancipado de los vínculos de la sangre, de los apetitos de la carne, y del afán judaico de perdurar, como rebaño, en el tiempo. Sólo en labios rusos esta palabra: hermano, tiene un tono sentimental de compasión y amor y una fuerza de humana simpatía que traspasa los límites de la familia, de la tribu, de la nación, una vibración cordial de radio infinito.

Roma contra Moscú, se dice hoy; yo diría mejor: Roma y Berlín, las dos fortalezas paganas, la germánica y la latina, del cristianismo occidental contra el foco del cristianismo auténtico. Pero Roma y Berlín --Berlín sobre todo-- militan contra Moscú hace ya tiempo. En los momentos de mayor auge de la literatura rusa, hondamente cristiana, el semental humano de la Europa central lanza por boca de Nietzsche su bramido de alarma, su terrible invectiva contra el Cristo viviente en el alma rusa, su crítica corruptora y corrosiva de las virtudes específicamente cristianas. Bajo un disfraz romántico, a la germánica, aquel pobre borracho de darwinismo escupe al Cristo vivo, al ladrón de energías, al enemigo, según él, del porvenir zoológico de la especie humana, toda una filosofía tejida de blasfemias y contradicciones. Nietzsche contra Tolstoy. ¿Por qué no decirlo, en esta época de gruesas simplificaciones, a la teutónica?

Cuando en el año 14 estalla la guerra, Berlín embiste contra Moscú con la mitad de su cornamenta, y hubiera embestido con toda ella sin la obsesión de París, que le embargaba la otra mitad. Y es el imperio de Pedro el Grande lo que se viene abajo, la gran coraza que ahogaba el pecho ruso, lo que salta en pedazos. Moscú, considerado como hogar simbólico del alma rusa, ha quedado intacto y libre.

Libre, en efecto, de su imperio y de su Iglesia, instrumentos férreos que atenazaban el corazón de Rusia. Fuerzas autóctonas, las de su gran Revolución que se gestaba hacía ya mucho tiempo, colaboraron desde dentro con los cañones germanos que atacaban desde fuera.

Y volvamos a la Rusia actual, la Rusia soviética, que dice profesar un puro marxismo. El fenómeno parece extraño. La historia es una caja de sorpresas, cuando no un ameno relato de lo pretérito, o como decía Valera, aludiendo a la filosofía de la historia: el arte de profetizar lo pasado. Pero el hecho no es tan sorprendente como a primera vista pudiéramos juzgarlo. Es muy posible, casi seguro, que el alma rusa no tenga, en el fondo y a la larga, demasiada simpatía por el dogma central del marxismo, que es una fe materialista, una creencia en el hambre como único y decisivo motor de la historia. Pero el marxismo tiene para Rusia, como para todos los pueblos del mundo, un valor instrumental inapreciable. El marxismo contiene las visiones más profundas y certeras de los problemas que plantea la economía de todos los pueblos occidentales. A nadie debe extrañar que Rusia haya pretendido utilizar el marxismo en su mayor pureza, al ensayar la nueva forma de convivencia humana, de comunión cordial y fraterna, para enfrentarse con todos los problemas de índole económica que necesariamente habrían de salirle al paso. Tal vez sea éste uno de los grandes aciertos de sus gobernantes.

Mi tesis es ésta: la Rusia actual, que a todos nos asombra, es marxista, pero es mucho más que marxismo. Por eso el marxismo, que ha traspasado todas las fronteras y está al alcance de todos los pueblos, es en Rusia en donde parece hablar a nuestro corazón.

Y de esto trataremos largamente otro día.
(Valencia, septiembre de 1937)
Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983.

Conviene no escuchar demasiado los cantos de las sirenas, o mejor dicho conviene no confundirlas con las voces leales. Porque los días se acercan de mayor peligro para este vasto promontorio de Occidente, ancha cola o rabo, ya no del todo por desollar, de la vieja Europa.
Por las puertas de la traición han entrado nuestros enemigos, salvo aquellos que ya estaban dentro, dedicados a franquearlas. En verdad, no faltaron Laocoontes que denunciasen a tiempo lo que llevaba en el vientre el caballo de nuestra Troya republicana. Acaso no gritaron bastante; la verdad es que no fueron oídos. A costa de mucha sangre, saben hoy casi todos en qué consistía la faena de aquel infatigable ensanchador de la base de nuestra República. Pero aquello es ya lo irremediable, y aunque no conviene olvidarlo, fuerza es pensar en otras traiciones más graves, que todavía puede reservarnos una mañana más o menos, nunca demasiado, remoto. Por fortuna, los vigías están hoy en sus puestos; y los oídos son hoy más finos que lo fueron entonces. Conviene no olvidar, sin embargo, que toda vigilancia es poca, y que los gritos de alerta no son todavía superfluos.

Conviene desconfiar, con máxima desconfianza, de todos aquellos que, más allá del Pirineo, nos hablan todavía de la no intervención en España, sobre todo cuando simulan ignorar que la no intervención fue, desde un principio, una groserísima cobertura del convenio entre cuatro gobiernos intervencionistas, dos de los cuales eran auténticos invasores de España; los otros dos, sus indirectos coadyuvantes, pues negaban a España sus más legítimos medios de defensa.

Entre esos simuladores, hay algunos un tanto arrepentidos de su conducta, no por el daño que hicieron a España, sino por miedo a ser señalados entre los suyos como desleales a su patria, porque vendían como política nacional una política de clase. Entre ellos hay alguno que, no contento de contribuir al asesinato de España, vendía a su nación, y además, a su clase. De ése, menos que de nadie, hemos de contribuir nosotros a cohonestar la conducta. Toda nuestra gratitud, en cambio, será poca para nuestros verdaderos amigos de Francia y de Inglaterra, y para quienes, como el representante de la URSS, lucharon sin tregua por entorpecer los manejos hipócritas, y revelar al mundo el cinismo y mala fe de los cuatro gobiernos aludidos, a saber Inglaterra, Francia, Alemania e Italia.

El tiempo continúa su marcha inexorable --fugit irreparabile tempus--, y del porvenir, la inagotable caja de sorpresas, hemos de confesar que sabemos muy poco. No tan poco, sin embargo, que todo no sea absolutamente imprevisible: también lo esperado puede saltar como la liebre, cuando menos se espera; la caja de sorpresas nos reserva esa sorpresa más. España ha sido, en verdad, consecuente consigo misma cuando, bajo un diluvio de iniquidades, ha adelantado el pecho, para pasar el Ebro, y escribir a su margen la más gloriosa gesta de su historia. Entre las viejas cuentas del astuto abogado de la City, ha surgido esa cifra inesperada y desconcertante. Nosotros la esperábamos, aunque, al producirse, nos asombre.

España ha sido consecuente consigo misma, cuando el doctor Negrín la ha proclamado como sustentadora de los valores éticos universales, cuando el doctor Negrín y Álvarez del Vayo han exaltado en Ginebra --la hoy lamentable Ginebra, tantas veces antaño patria y asilo de la libertad-- el gesto españolísimo, y han sabido oponer la suprema hombría de bien al despotismo del fascio inverecundo y a la suprema avilantez del fascio encubierto. España ha sido consecuente consigo misma cuando, abrumados nosotros por la adversidad y en los momentos de mayor angustia, nos ha hecho sentir el supremo orgullo de ser españoles. De suerte que ya sabemos que no todo fue sorpresa en lo pasado, y sospechamos que no todo ha de serlo en el futuro.

No hemos tampoco de apartar nuestros ojos de las iniquidades previstas, porque la mayor parte de todas tal vez se guisa ya en las cocinas de nuestros adversarios. Fuera de España, en la brumosa Albión, hay alguien que no duerme, porque, como Macbeth, ha asesinado un sueño, y no precisamente en su castillo de Escocia, sino en el corazón de la City. Es de esperar que en la pendiente del crimen y del miedo, también como Macbeth, no pueda detenerse. Por lo demás, sus brujas lo engañarán con la verdad, hasta el fin. Tampoco él ha de creer en el milagro del bosque semoviente, ni en el invulnerable ardimiento del hijo de la loba... romana. No agotemos el símil. Él irá hasta el fin, el suyo, que no lleva trazas de ser demasiado gallardo. Procuremos nosotros apartarnos de su camino, mas sin quitarle ojo. Y, cuando gritemos, que se nos oiga más allá del Atlántico.
 Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 278-80.

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