Requerido el ilustre escritor don
Antonio Machado para intervenir en la encuesta abierta para glosar por radio
los trece puntos del Gobierno Negrín, ha escrito, con respecto al duodécimo de
dichos postulados, lo siguiente:
Los trece puntos del Gobierno de la
República. Con esta denominación, designa ya la fama, dentro y fuera de España,
una declaración de los propósitos de nuestra guerra, que contiene, al mismo
tiempo, los fundamentos de toda una Constitución política, en la cual
resplandecen dos grandes virtudes: la de mirar al mañana y la de recoger lo
mejor y más esencial de la tradición española.
Yo siento mucho no haber meditado
bastante sobre política. Pertenezco a una generación que se llamó a sí misma
apolítica, que cometió el grave error de no ver sino un aspecto negativo de la
política, de ignorar que la política podía ser algún día una actividad
esencialísima, de vida o muerte, para nuestra patria. No es extraño que no sea
un hombre de mi quinta, sino de otra posterior, el doctor Negrín, quien tiene
hoy la gloria de interpretar, en plena guerra, la voluntad política de España,
en un documento que ya la Historia ha hecho suyo, y que merece el respeto y la
admiración de todos. Cábeme la profunda satisfacción de no haber sido
totalmente recusado en mi vejez por los pecados de mi juventud, de que todavía
se quiera escuchar mi voz. cuando tantas otras, justamente autorizadas, tienen
la palabra.
El Estado español --dice en el punto
duodécimo-- se reafirma en la doctrina constitucional de renuncia a la guerra
como instrumento de política nacional. España, fiel a los Pactos y Tratados,
apoyará la política simbolizada en la Sociedad de Naciones, ratifica y mantiene
los derechos propios del Estado español, y reclama, como Potencia mediterránea,
un puesto en el concierto de las naciones, dispuesta siempre a colaborar en el
afianzamiento de la seguridad colectiva y de defensa general del país. Para
contribuir de una manera eficaz a esta política, España desarrollará e
intensificará todas sus posibilidades de defensa.
Reparemos en el contenido de este
párrafo esencialísimo sin pretender completarlo, porque su análisis completo
requiere muy hondas meditaciones, que se exceden en mucho a nuestra capacidad
de reflexión. Con toda energía, se hace constar en él que el Estado se reafirma
en una doctrina constitucional: la de la Constitución que debe ser sagrada para
nosotros, la Constitución cien veces legítima de España, votada en unas Cortes
Constituyentes como expresión inequívoca de la voluntad política de la nación,
precisamente la Constitución hollada, ultrajada y pérfidamente combatida por
militares facciosos que se alzaron en armas contra ella... No lo digo bien;
procuraré expresarme con más exactitud. Los militares no se alzaron en armas
contra la Constitución, se alzaron con las armas, cobarde y subrepticiamente,
para dejarla totalmente indefensa, aunque, por fortuna, los heroicos puños del
pueblo supieron defenderla, la están defendiendo todavía.
De modo que el gobierno de la República,
en el párrafo duodécimo del documento que analizamos, no promete novedades para
ponerse a tono con circunstancias políticas que pudieran serle propicias, sino
que se afirma en la doctrina constitucional, que representa la evolución
histórica de su pueblo, en el momento en que la traición de dentro y la codicia
de fuera surgieron en su camino.
El Estado español se reafirma en la
doctrina constitucional de renunciar a la guerra como instrumento de política
nacional. Esto quiere decir, y lo dice muy ciertamente, que España renuncia
para siempre a toda ambición imperialista, a todo ensanchamiento territorial
debido a la violencia. Esta declaración pudiera parecer superflua al
pensamiento superficial, pero de ningún modo lo es, porque España, reducida al
dominio de su metrópoli, que actualmente se le disputa, ha sido un gran
Imperio, y la nostalgia de volver a serlo tendría en ella razones psicológicas
muy hondas, que otros muchos pueblos no podrían invocar. Pero España, en su
Constitución y en el magnífico documento del doctor Negrín, no las invoca, porque
está mucho más allá de ellas. España es, en el fondo, fiel a su historia, al
hacer hoy, mutatis mutandis, lo que ha hecho siempre: dar más que recibe.
España ha sido, en efecto, un pueblo de conquistadores; América es su gesta
inmortal. Pero España no ha conquistado nunca para sí misma, no ha sido nunca
un pueblo de presa, como lo han sido otros muchos. Sus conquistas en América
van precedidas del descubrimiento de un continente, de todo un mundo nuevo.
¿Qué representan unas cuantas batallas ganadas a los indios por nuestros
capitanes ante aquella ingente labor exploradora, de adentramiento y de aventuras
en países desconocidos, bajo climas crueles, ante aquella lucha gigantesca
contra una naturaleza hostil, inhóspita, abrumadora? La gran gesta española es
la conquista de la naturaleza, si queréis, de la geografía para la Historia.
Nunca invocó España --a la manera de los
totalitarios-- la virtud de la fuerza para el dominio de los hombres. Se podrán
discutir sus razones y sus ideales, de ningún modo su posición ética; porque
siempre ha creído servir a una causa más alta que su propio egoísmo.
Cuando el doctor Negrín, en el número
doce de su escrito, declara que España renuncia a la guerra como instrumento
político, hace una afirmación españolísima, que autoriza y confirma lo más
esencial de la tradición española.
España, fiel a los Pactos y Tratados,
apoyará la política simbolizada en la Sociedad de Naciones que ha de presidir
siempre sus normas. Reparemos en que cuando el doctor Negrín habla de la
Sociedad de Naciones, que ha sido, en efecto, creada para fines tan altos como
de ponerse a todos los pueblos bajo el imperio de la justicia, de ningún modo
para coadyuvar al exterminio de los débiles para conservar el equilibrio de
fuerzas antagónicas entre los fuertes. La política que ella simboliza, de buen
o de mal grado, nada tiene que ver con el estado empírico de ese organismo de
opereta justamente desacreditado en nuestros días.
España --continúa el documento--
ratifica y mantiene los derechos propios del Estado español, y reclama, como
Potencia mediterránea, un puesto en el concierto de las naciones, dispuesta
siempre a colaborar en el afianzamiento de la seguridad colectiva y de defensa
general del país. En los momentos que vivimos, cuando se lucha en defensa de
los derechos inalienables, no huelga de ningún modo invocarlos, puesto que no
falta quien, ciega y bárbaramente, pretende desconocerlos para atropellarlos.
España es, efecto, potencia mediterránea por su posición geográfica, por virtud
de su historia y por razones étnicas de todos conocidas. Cuando, a título de
tal, reclama un puesto en el concierto de las naciones, no tiene ninguna
pretensión usuraria, ninguna ambición desmedida. Fiel a su historia, no expresa
ningún propósito de hegemonía sobre las naciones de Europa. Porque España, este
vasto promontorio del Occidente europeo, gran escudo de Europa durante ocho
siglos; España, por quien existen potencias oceánicas y mundiales, ha dado
siempre --repito-- más de lo que ha recibido, y este sentido generoso de su
actuación en la Historia no lo ha perdido nunca. A cambio de tanta nobleza
--digámoslo de paso-- España ha sido víctima de las mayores calumnias; porque
hasta el título de europea se le ha negado. Quienes, con total desconocimiento
de la Historia y de la geografía, sostienen que el África empieza en los
Pirineos, olvidan que en Europa occidental, erizado de sierras y poblado de
pechos indomables, merced a los cuales Europa es Europa. Olvidan quienes
pretenden disminuir a España como potencia en el mar latino que cuando España
había descubierto y daba su sangre a un continente más allá del Atlántico,
conservó Venecia la hegemonía del Mediterráneo con la ayuda de España, y que
merced a España triunfadora en Lepanto no fue el Mediterráneo un lago
totalmente entregado a las amenazas del poderío truco y a las piraterías berberiscas.
Miguel de Cervantes, el más egregio soldado en las galeras de España y el más
ilustre cautivo europeo que tuvo Argel, viene hoy a nosotros para decirnos: En
verdad que ese título de potencia mediterránea no se lo hemos robado a nadie.
Para contribuir de una manera eficaz a
esta política --termina el párrafo duodécimo-- España desarrollará e
intensificará todas sus posibilidades de defensa. Oídlo bien, amigos muy
queridos de Francia y de Inglaterra, porque España no habla el lenguaje
equívoco y perverso de las Cancillerías: todas sus posibilidades de defensa, y
ninguna de sus posibilidades de agresión. Oídlo también vosotros, mal
encubiertos enemigos de la España leal, encaramados en el poder de dos pueblos
amigos, que de ningún modo pueden ser enemigos nuestros. La defensa que España
quiere desarrollar e intensificar, no es sólo la suya, ¡tan legítima!; es
también la que vosotros tenéis abandonada en provecho de nuestros comunes
enemigos, que son los más implacables enemigos nuestros. Fiel a su historia,
fiel a su tradición, siempre generosa, la España leal al gobierno de su
gloriosa República, no sólo defiende la integridad de su territorio y el derecho
a disponer de su propio destino: defiende también, y sobre todo, la hegemonía
de las dos grandes democracias del Occidente europeo, la llave de un imperio
civilizador, las rutas marítimas de otro gran pueblo orgullo de la Historia; y
las defiende contra los poderes demoníacos de las llamadas potencias
totalitarias, contra la barbarie que amenaza anegar el mundo entero.
Bajo las bombas asesinas de los
totalitarios, jurados enemigos del género humano, bajo un diluvio de
iniquidades y en plena refriega, España ha tenido el ánimo sereno, la
inteligencia clara y el pulso firme para escribir un documento en el cual, sin
odios ni jactancias, se expresa la voluntad política de un pueblo. Y no digo
más, porque mi deber estricto se limita a comentar el párrafo doce. Otros mejores
que yo os hablarán de los demás.
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Antonio Machado, La Guerra. Escritos:
1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid:
Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 288-92.
En la patriótica emisión de radio que
diariamente se da con el título «La Voz de España», ha sido divulgada la
siguiente alocución del ilustre poeta don Antonio Machado:
A todos los españoles: Más de una vez he
dicho, y nunca me cansaré de repetirlo, que mi ideario político se ha limitado
siempre a aceptar como legítimo solamente el Gobierno que representa la
voluntad del pueblo, libremente expresada. He de añadir que la palabra `pueblo'
no tiene para mí una marcada significación de clase: del pueblo español forman
parte todos los españoles. Por eso estuve siempre al lado de la República
Española, en cuyo advenimiento trabajé en la modesta medida de mis fuerzas y
dentro de los cauces que yo estimaba legales. Cuando la República se implantó
en España, como una inequívoca expresión de la voluntad política de nuestro
pueblo, la saludé con alborozo y me apresté a servirla, sin aguardar de ella
ninguna ventaja material. Si ella hubiera venido como consecuencia de un golpe
de mano, como imposición de la astucia o de la violencia, yo hubiera estado
siempre enfrente de ella. Yo sé muy bien que dentro de una República se
plantean problemas mucho más hondos que el estrictamente político --son ellos
de índole económica, social, religiosa, cultural, en suma--, y que, dentro de
esa República, caben ideologías no sólo diversas, sino hasta encontradas. Pero
por muy honda y enconada que sea la lucha, la República conserva su legitimidad
mientras la voluntad del pueblo, libremente expresada, no la condene. Por eso
cuando un grupo de militares volvió contra el legítimo Gobierno de la República
las armas que de él había recibido para defenderla de agresiones injustas, yo
estuve, sin vacilar, al lado de ese gobierno desarmado. Sin vacilar, digo, y
también sin la menor jactancia; porque creía cumplir un deber estricto. Los
profesionales de las armas no eran ya el ejército de España; el ejército de
España era entonces, para mí, aquel que el pueblo hubo de improvisar con los
mejores de sus hijos; un ejército tan débil e insuficientemente armado por
fuera, como fuerte y superabundantemente provisto, por dentro, de razón y de
energía moral. Improvisado, digo, con los mejores de sus hijos, y no vacilo en
añadir: con un pequeño grupo de voluntarios propiamente dichos, de hombres
abnegados y generosos que venían a España, sin la más leve ambición material, a
verter su sangre en defensa de una causa justa.
Con todo ello, y convencido de la
ceguera, de los errores, de la injusticia de nuestros adversarios, de cuya
índole facciosa no dudé un momento, confieso que nunca pude aborrecerlos; con
todos sus yerros, con todos sus pecados, eran españoles; y el lazo fraterno,
hondamente fraterno de la patria común, no podía romperse ni con la más
enconada guerra civil.
ºPero se inició el hecho monstruoso de
la invasión extranjera. De un modo subrepticio y cobarde, la invasión se
produjo, y fue tomando cuerpo y realidad innegable a medida que el tiempo
avanzaba. Dos pueblos extranjeros habían penetrado en España para disponer de
su destino futuro y para borrar por la fuerza y la calumnia su historia pasada.
En el trance trágico y decisivo que hoy vivimos, no puede haber dudas ni
vacilaciones para un español. Ya no le es dado elegir bando ni bandería: Ha de
estar necesariamente con España y en contra de los invasores. Dejemos a un lado
la parte de culpa que en la invasión de España hayan podido tener los españoles
mismos. Si este pecado existe, alguien lo cometió conscientemente, es de índole
tal que escapa al poder de sanción de todo tribunal humano.
Reparad también en que ni siquiera he
hablado del fascismo ni de marxismo. No creo que haya nadie en España que diste
más que yo del ideario fascista. Siempre he creído, sin embargo, que, desde un
punto de vista teórico, cabe ser fascista sin por ello dejar de ser español.
Mas siempre he afirmado que no se puede ser español y entregar el territorio y
los destinos de España a la codicia imperialista del fascio italiano o del
racismo alemán. No creo que nadie, hoy, en España, pueda pretender honradamente
que esto sea posible.
Se nos ha calumniado, dentro y fuera de
España, diciendo que nosotros también servimos una causa extranjera; que
trabajamos por cuenta de Rusia. La calumnia es doblemente pérfida, pero tan
grosera, que no ha podido engañar a nadie que no sea perfectamente imbécil.
Porque todos saben (están hartos de saber) que Rusia, ese pueblo admirable, que
renunció a su imperio para libertar a sus pueblos, no atentó nunca a la
libertad de los ajenos y que no tuvo jamás la más leve ambición territorial en
España. Esto lo saben todos, aunque muchos disimulen ignorarlo.
Ha llegado el día, hombres de España, de
España entera --quiero decir de todos los pueblos hispánicos cuyo territorio
está invadido-- en que hemos de reconocer esta verdad inconcusa: nuestro deber
más imperioso es luchar por nuestra independencia terriblemente amenazada. Y
España es fuerte, mucho más fuerte de lo que piensan nuestros enemigos, porque,
como he dicho una vez, y no me importa repetirlo. España no es una invención de
la diplomacia extranjera o la resultante de tratados de paz más o menos
ineptos. Lleva siglos de vida propia, perfectamente definida por su raza, por
su lengua, por su geografía, por su historia y por su aportación a la cultura universal.
No dudéis un momento que traiciona a su patria quien se niega a defenderla
contra la invasión extranjera.
El gobierno de nuestra República, en el
ejercicio de un derecho incuestionable, y en el cumplimiento de su más alto
deber, ha formulado en el documento del doctor Negrín, de todos conocido, las
líneas generales de los fines de guerra para España entera. Nada en ellos se
prejuzga; nada en ellos implica coacción o amenaza. Todo en ellos significa
atención y respeto para todas las buenas voluntades de España. Meditadlo bien.
Y escuchad, al par, el dictado de vuestra conciencia. El os señalará el único
camino para ser españoles.
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Antonio Machado, La Guerra. Escritos:
1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid:
Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 294-97.
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Nunca olvidaré unas palabras de
Dostoyevski, leídas recientemente, pero que coinciden con la idea que hace ya
muchos años me había yo formado del alma rusa: «Sí, hijo mío, te lo repito, yo
no puedo dejar de respetar mi nobleza. Se ha creado entre nosotros, en el curso
de los siglos, un tipo superior de civilización desconocido en otras partes,
que no se encuentra en todo el universo: el hombre que sufre por el mundo».
Como a nuestro Unamuno España, le dolía al ruso el mundo entero.
Dejando a un lado cuanto puede haber de
jactancia y aun de prejuicio aristocrático en las citadas frases, que pone
Dostoyevski en boca de un personaje de sus novelas, reparemos en que ellas
expresan una esencialísima verdad ruso. ¿Y es ahí donde hemos de buscar la más
honda raíz de la Rusia de hoy?
Como las grandes montañas cuando nos
alejamos de ellas, la nueva Rusia se nos agiganta al correr de los años. ¿Quién
será hoy tan ciego que no vea su grandeza? La proclaman sus mismos enemigos.
Los millones de hombres con el escudo al brazo que militan contra la nueva
Rusia nos dicen claramente con su actitud defensiva que es hoy Moscú el foco
activo de la historia. Londres, París, Berlín, Roma son faros intermitentes,
luminarias mortecinas que todavía se transmiten señales, pero que ya no
alumbran ni calienta, y que han perdido toda virtud de guías universales.
Reparemos en la pobre idea que dan de sí
mismas esas democracias que fueron un día el orgullo del mundo; veamos cuanto
sale o se guisa en sus cancillerías, incapaces de invocar --siquiera sea a
título de dignidad formularia-- ningún principio ideal, ninguna severa norma de
justicia. Como si estuvieran vencidas de antemano, o subrepticiamente vendidas
al enemigo, como si presintiesen que la llave de su futuro no está ya en su
poder, apenas si tienen movimiento que no revele un miedo insuperable a lo que
puede venir. Reparemos en su actuación desdichada en la Sociedad de Naciones,
convirtiendo una institución nobilísima, que hubiera honrado a la humanidad
entera, en un órgano superfluo, cuando no lamentable, y que sería de la más regocijante
ópera bufa si no coincidiese con los momentos más trágicos de la historia
contemporánea.
Reparemos en esos dos hinchados
dictadores que pretenden asustar al mundo y a quienes Roma y Berlín soportan y
exaltan. Ellos no invocan la abrumadora tradición de cultura de sus grandes
pueblos respectivos: la declaran superflua; proclaman, en cambio, una voluntad
ambiciosa, un culto al poder por el poder mismo, un deseo arbitrario de
avasallar al mundo, que pretenden cohonestar con una ideología rancia, cien
veces refutada y reducida al absurdo por el solo hecho de la guerra europea.
Roma y Berlín son hoy los pedestales de esas dos figuras de teatro, abominables
máscaras que suelen aparecer en los imperios llamados a ser aniquilados, por
enemigos del género humano. La historia no camina al ritmo de nuestra
impaciencia. No vivirá mucho, sin embargo, quien no vea el fracaso de esas dos
deleznables organizaciones políticas que hoy representan Roma y Berlín.
Moscú, en cambio --resumamos en este
claro nombre toda la vasta organización de la Rusia actual--, aunque salude con
el puño cerrado, es la mano abierta y generosa, el corazón hospitalario para
todos los hombres libres, que se afanan por crear una forma de convivencia
humana que no tiene sus límites en las fronteras de Rusia. Desde su gran
revolución, un hecho genial surgido en plena guerra entre naciones, Moscú vive
consagrado a una labor constructora, que es una empresa gigante de radio
universal.
La fuerza incontrastable de la Rusia
actual radica en esto. Rusia no es ya una entidad polémica, como lo fue la
Rusia de los zares, cuya misión era imponer un dominio, conquistar por la
fuerza una hegemonía entre naciones. De esa vanidad, que todavía calienta los
sesos de Mussolini, ese faquín endiosado, se curaron los rusos hace ya veinte
años. La Rusia actual nace con la renuncia a todas las ambiciones del Imperio,
rompiendo todas las cadenas, reconociendo la libre personalidad de todos los
pueblos que la integran. Su mismo ejército, el primero del mundo, no sólo en
número, sino, sobre todo, en calidad, no es esencialmente el instrumento de un
poder que amenace a nadie, ni a los fuertes ni a los débiles, responde a la imperiosa
necesidad de defensa que le imponen la muchedumbre y el encono de sus enemigos;
porque contra Rusia militan las fuerzas al servicio de todos los injustos
privilegios del mundo. Sus gobernantes no lo olvidan. La política de Lenin y
Stalin se caracteriza no sólo por su alcance universal, sino también por un
claro sentido de lo real, cuya ausencia es siempre en política causa de
fracaso. Mas la Rusia actual, la Gran República de los Soviets, va ganando, de
hora en hora, la simpatía y el amor de los pueblos; porque toda ella está
consagrada a mejorar las condiciones de la vida humana, al logro efectivo, no a
la mera enunciación, de un propósito de justicia. Esto es lo que no quieren ver
sus enemigos, lo que muchos de sus amigos no han acertado a ver con claridad:
el sentido generoso y fraterno, íntegramente humano, de todas las creaciones
del alma rusa, el que impera en esa magnífica Unión de Repúblicas Soviéticas,
cuyo vigésimo aniversario se celebrará en el año que corre.
Pero Rusia, la Rusia actual, que todos
admiramos y que ilumina a muchos con sus potentes reflectores enfocados hacia
el porvenir, no es, como algunos creen, un fenómeno meteórico e inexplicable,
venido de otras esferas para asombro de nuestro planeta; no es, como piensan
otros, una consecuencia asiática del pensamiento teutónico de Carlos Marx; no
es, tampoco, un engendro de la Revolución de Octubre, ni mucho menos ha salido
--la Rusia actual-- acabada y perfecta, de la cabeza de Lenin, como Minerva de
la cabeza de Júpiter. No. A mi juicio no es nada de esto. Los viejos amigos de
Rusia, los que conocíamos, antes de su gran Revolución y aun antes de la guerra
mundial, algo de su admirable literatura --Dostoyevski, Turguénef, Tolstoy--
sabemos que, bajo el dominio despótico de los zares, estaban ya maduras las
virtudes específicamente rusas sobre las cuales se asienta la Rusia de hoy.
Aquellos libros que leíamos siendo niños, y que llegaban a nosotros, trasegados
del ruso al alemán, del alemán al francés y del francés al español chapucero de
los más baratos traductores de Cataluña, dejaban en nuestras almas, a pesar de
tantas torpes decantaciones lingüísticas, una huella muy honda, nos conmovían
más que nuestras mejores novelas contemporáneas --buena lección para meditar
por nuestros culteranos deshumanizadores de arte literario. Y es que a través
de la más inepta traducción de La guerra y la paz --por aducir un ejemplo
ingente-- llega a nosotros, todavía, un mensaje del alma eslava, amplia y
profundamente humano, que parece revelarnos un mundo nuevo. Entendámonos: nuevo
con relación al mundo mezquino y provinciano de la moderna literatura
occidental. En verdad, no es un mensaje literario éste que el alma rusa nos
envía en sus obras maestras. Ni siquiera sabemos si las novelas de Tolstoy o
Dostoyevski están bien o mal escritas en su lengua. Suponemos que lo estarán
soberbiamente. Pero sabemos con certeza la mucha humanidad que contienen, la
gran copia de vidas humanas, al margen de toda frivolidad, que en ellas se
representan; sabemos que esas vidas humanas, las más humildes como las más
egregias, parecen movidas por un resorte esencialmente religioso, una inquietud
verdadera por el total destino del hombre. Bajo la férula de su imperio
despótico, de espíritu más o menos tártaro o mongólico, al margen de su Iglesia
fosilizada en normas bizantinas, el alma eslava ha captado, ha hecho suyas las
más finas esencias del cristianismo. Sólo el ruso, a juzgar por su gran
literatura, nos parece vivir en cristiano, quiero decir auténticamente inquieto
por el mandato del amor de sentido fraterno, emancipado de los vínculos de la
sangre, de los apetitos de la carne, y del afán judaico de perdurar, como
rebaño, en el tiempo. Sólo en labios rusos esta palabra: hermano, tiene un tono
sentimental de compasión y amor y una fuerza de humana simpatía que traspasa
los límites de la familia, de la tribu, de la nación, una vibración cordial de
radio infinito.
Roma contra Moscú, se dice hoy; yo diría
mejor: Roma y Berlín, las dos fortalezas paganas, la germánica y la latina, del
cristianismo occidental contra el foco del cristianismo auténtico. Pero Roma y Berlín
--Berlín sobre todo-- militan contra Moscú hace ya tiempo. En los momentos de
mayor auge de la literatura rusa, hondamente cristiana, el semental humano de
la Europa central lanza por boca de Nietzsche su bramido de alarma, su terrible
invectiva contra el Cristo viviente en el alma rusa, su crítica corruptora y
corrosiva de las virtudes específicamente cristianas. Bajo un disfraz
romántico, a la germánica, aquel pobre borracho de darwinismo escupe al Cristo
vivo, al ladrón de energías, al enemigo, según él, del porvenir zoológico de la
especie humana, toda una filosofía tejida de blasfemias y contradicciones.
Nietzsche contra Tolstoy. ¿Por qué no decirlo, en esta época de gruesas
simplificaciones, a la teutónica?
Cuando en el año 14 estalla la guerra,
Berlín embiste contra Moscú con la mitad de su cornamenta, y hubiera embestido
con toda ella sin la obsesión de París, que le embargaba la otra mitad. Y es el
imperio de Pedro el Grande lo que se viene abajo, la gran coraza que ahogaba el
pecho ruso, lo que salta en pedazos. Moscú, considerado como hogar simbólico
del alma rusa, ha quedado intacto y libre.
Libre, en efecto, de su imperio y de su
Iglesia, instrumentos férreos que atenazaban el corazón de Rusia. Fuerzas
autóctonas, las de su gran Revolución que se gestaba hacía ya mucho tiempo,
colaboraron desde dentro con los cañones germanos que atacaban desde fuera.
Y volvamos a la Rusia actual, la Rusia
soviética, que dice profesar un puro marxismo. El fenómeno parece extraño. La
historia es una caja de sorpresas, cuando no un ameno relato de lo pretérito, o
como decía Valera, aludiendo a la filosofía de la historia: el arte de
profetizar lo pasado. Pero el hecho no es tan sorprendente como a primera vista
pudiéramos juzgarlo. Es muy posible, casi seguro, que el alma rusa no tenga, en
el fondo y a la larga, demasiada simpatía por el dogma central del marxismo,
que es una fe materialista, una creencia en el hambre como único y decisivo
motor de la historia. Pero el marxismo tiene para Rusia, como para todos los
pueblos del mundo, un valor instrumental inapreciable. El marxismo contiene las
visiones más profundas y certeras de los problemas que plantea la economía de
todos los pueblos occidentales. A nadie debe extrañar que Rusia haya pretendido
utilizar el marxismo en su mayor pureza, al ensayar la nueva forma de
convivencia humana, de comunión cordial y fraterna, para enfrentarse con todos
los problemas de índole económica que necesariamente habrían de salirle al
paso. Tal vez sea éste uno de los grandes aciertos de sus gobernantes.
Mi tesis es ésta: la Rusia actual, que a
todos nos asombra, es marxista, pero es mucho más que marxismo. Por eso el
marxismo, que ha traspasado todas las fronteras y está al alcance de todos los
pueblos, es en Rusia en donde parece hablar a nuestro corazón.
Y de esto trataremos largamente otro
día.
(Valencia, septiembre de 1937)
Antonio Machado, La Guerra. Escritos:
1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid:
Emiliano Escolar Editor, 1983.
Conviene no escuchar demasiado los
cantos de las sirenas, o mejor dicho conviene no confundirlas con las voces
leales. Porque los días se acercan de mayor peligro para este vasto promontorio
de Occidente, ancha cola o rabo, ya no del todo por desollar, de la vieja
Europa.
Por las puertas de la traición han
entrado nuestros enemigos, salvo aquellos que ya estaban dentro, dedicados a
franquearlas. En verdad, no faltaron Laocoontes que denunciasen a tiempo lo que
llevaba en el vientre el caballo de nuestra Troya republicana. Acaso no
gritaron bastante; la verdad es que no fueron oídos. A costa de mucha sangre,
saben hoy casi todos en qué consistía la faena de aquel infatigable ensanchador
de la base de nuestra República. Pero aquello es ya lo irremediable, y aunque
no conviene olvidarlo, fuerza es pensar en otras traiciones más graves, que
todavía puede reservarnos una mañana más o menos, nunca demasiado, remoto. Por
fortuna, los vigías están hoy en sus puestos; y los oídos son hoy más finos que
lo fueron entonces. Conviene no olvidar, sin embargo, que toda vigilancia es
poca, y que los gritos de alerta no son todavía superfluos.
Conviene desconfiar, con máxima
desconfianza, de todos aquellos que, más allá del Pirineo, nos hablan todavía
de la no intervención en España, sobre todo cuando simulan ignorar que la no
intervención fue, desde un principio, una groserísima cobertura del convenio
entre cuatro gobiernos intervencionistas, dos de los cuales eran auténticos
invasores de España; los otros dos, sus indirectos coadyuvantes, pues negaban a
España sus más legítimos medios de defensa.
Entre esos simuladores, hay algunos un
tanto arrepentidos de su conducta, no por el daño que hicieron a España, sino
por miedo a ser señalados entre los suyos como desleales a su patria, porque
vendían como política nacional una política de clase. Entre ellos hay alguno
que, no contento de contribuir al asesinato de España, vendía a su nación, y
además, a su clase. De ése, menos que de nadie, hemos de contribuir nosotros a
cohonestar la conducta. Toda nuestra gratitud, en cambio, será poca para
nuestros verdaderos amigos de Francia y de Inglaterra, y para quienes, como el
representante de la URSS, lucharon sin tregua por entorpecer los manejos hipócritas,
y revelar al mundo el cinismo y mala fe de los cuatro gobiernos aludidos, a
saber Inglaterra, Francia, Alemania e Italia.
El tiempo continúa su marcha inexorable
--fugit irreparabile tempus--, y del porvenir, la inagotable caja de sorpresas,
hemos de confesar que sabemos muy poco. No tan poco, sin embargo, que todo no
sea absolutamente imprevisible: también lo esperado puede saltar como la
liebre, cuando menos se espera; la caja de sorpresas nos reserva esa sorpresa
más. España ha sido, en verdad, consecuente consigo misma cuando, bajo un
diluvio de iniquidades, ha adelantado el pecho, para pasar el Ebro, y escribir
a su margen la más gloriosa gesta de su historia. Entre las viejas cuentas del
astuto abogado de la City, ha surgido esa cifra inesperada y desconcertante.
Nosotros la esperábamos, aunque, al producirse, nos asombre.
España ha sido consecuente consigo
misma, cuando el doctor Negrín la ha proclamado como sustentadora de los
valores éticos universales, cuando el doctor Negrín y Álvarez del Vayo han
exaltado en Ginebra --la hoy lamentable Ginebra, tantas veces antaño patria y
asilo de la libertad-- el gesto españolísimo, y han sabido oponer la suprema
hombría de bien al despotismo del fascio inverecundo y a la suprema avilantez
del fascio encubierto. España ha sido consecuente consigo misma cuando,
abrumados nosotros por la adversidad y en los momentos de mayor angustia, nos
ha hecho sentir el supremo orgullo de ser españoles. De suerte que ya sabemos
que no todo fue sorpresa en lo pasado, y sospechamos que no todo ha de serlo en
el futuro.
No hemos tampoco de apartar nuestros
ojos de las iniquidades previstas, porque la mayor parte de todas tal vez se
guisa ya en las cocinas de nuestros adversarios. Fuera de España, en la brumosa
Albión, hay alguien que no duerme, porque, como Macbeth, ha asesinado un sueño,
y no precisamente en su castillo de Escocia, sino en el corazón de la City. Es
de esperar que en la pendiente del crimen y del miedo, también como Macbeth, no
pueda detenerse. Por lo demás, sus brujas lo engañarán con la verdad, hasta el
fin. Tampoco él ha de creer en el milagro del bosque semoviente, ni en el
invulnerable ardimiento del hijo de la loba... romana. No agotemos el símil. Él
irá hasta el fin, el suyo, que no lleva trazas de ser demasiado gallardo. Procuremos
nosotros apartarnos de su camino, mas sin quitarle ojo. Y, cuando gritemos, que
se nos oiga más allá del Atlántico.
Antonio Machado, La Guerra. Escritos:
1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid:
Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 278-80.
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