La Sra. Ibarruri tiene la palabra.
¡Señores Diputados!
Por una vez, y aunque ello parezca
extraño y paradójico, la minoría comunista está de acuerdo con la proposición
no de ley presentada por el señor Gil Robles, proposición tendente a plantear
la necesidad de que termine rápidamente la perturbación que existe en nuestro
país; pero si en principio coincidimos en la existencia de esta necesidad,
comenzamos a discrepar en seguida, porque para buscar la verdad, para hallar
las conclusiones a que necesariamente tenemos que llegar, vamos por caminos
distintos, contrarios y opuestos.
El Sr. Gil Robles ha hecho un bello discurso
y yo me voy a referir concretamente a él, ya que al Sr. Calvo Sotelo le ha
contestado cumplidamente el Sr. Casares, poniendo al descubierto los propósitos
de perturbación que traía esta tarde al Parlamento con el deseo, naturalmente,
de que sus palabras tuvieran repercusiones fuera de aquí, aunque por necesidad
me referiré también en algunos casos concretos a las actividades del señor
Calvo Sotelo.
Decía que el Sr. Gil Robles había
pronunciado un bello discurso, tan bello y tan ampuloso como los que el Sr. Gil
Robles acostumbraba a pronunciar cuando en plan de jefe indiscutible --esto no
se lo reprocho-- iba por aldeas y ciudades predicando la buena nueva del
socialismo cristiano, la buena nueva de la justicia distributiva se tradujese
en hechos de gobierno, cuando el Sr. Gil Robles participaba intensamente en él,
tales como el establecimiento de los jornales católicos en el campo, de los
jornales de 1,50 y de dos pesetas.
El Sr. Gil Robles, hábil parlamentario y
no menos hábil esgrimidor de recursos oratorios, retóricos, de frases de
efecto, apelaba a argumentos no muy convincentes, no muy firmes, tan escasos de
solidez como la afirmación que hacía de la falta de apoyo por parte del
Gobierno a los elementos patronales. Y al argüir con argumentos falsos, sacaba,
naturalmente, falsas conclusiones; pero muy de acuerdo con la misión que quien
puede le ha confiado en esta Cámara y que S.S., como los compañeros de minoría,
sabe cumplir a la perfección, esgrimía una serie de hechos sucedidos en España,
que todos lamentamos, para demostrar la ineficacia de las medidas del Gobierno,
el fracaso del Frente Popular.
Su señoría comenzaba a hacer la relación
de hechos solamente desde el 16 de Febrero y no obtenía una conclusión, como
muy bien le han dicho los señores Diputados que han intervenido; no obtenía la
conclusión de que es necesario averiguar quiénes son los que han realizado esos
hechos, porque el Sr. Gil Robles no ignora, por ejemplo, que, después de la
quema de algunas iglesias, en casa de determinados sacerdotes se han encontrado
los objetos del culto que en ocasiones normales no suelen estar allí.
No quiero hacer simplemente un discurso;
quiero exponer hechos, porque los hechos son más convincentes que todas las
frases retóricas, que todas las bellas palabras, ya que a través de los hechos
se pueden sacar consecuencias justas y a través de los hechos se escribe la
Historia. Y como yo supongo que el Sr. Gil Robles, como cristiano que es, ha de
amar intensamente la verdad y ha de tener interés en que la Historia de España
se escriba de una manera verídica, voy a darle algunos argumentos, voy a
refrescarle la memoria y a demostrarle, frente a sus sofismas, la justeza de
las conclusiones adonde yo voy a llegar con mi intervención.
Pero antes permítame S.S. poner al
descubierto la dualidad del juego, es decir, las maniobras de las derechas, que
mientras en las calles realizan la provocación, envían aquí unos hombres que,
con cara de niños ingenuos vienen a preguntarle al Gobierno qué pasa y a dónde
vamos.
¡Señores de las derechas! Vosotros venís
aquí a rasgar vuestras vestiduras escandalizados y a cubrir vuestras frentes de
ceniza, mientras, como ha dicho el compañero De Francisco, alguien, que
vosotros conocéis y que nosotros no desconocemos tampoco, manda elaborar
uniformes de la Guardia Civil con intenciones que vosotros sabéis y que
nosotros no ignoramos, y mientras, también, por la frontera de Navarra, ¡Sr.
Calvo Sotelo!, envueltas en la bandera española, entran armas y municiones con
menos ruido, con menos escándalo que la provocación de Vera del Bidasoa,
organizada por el miserable asesino Martínez Anido, con el que colaboró S.S. y
para vergüenza de la República española, no se ha hecho justicia ni con él ni
con S.S., que con él colaboró. Como digo, los hechos son mucho más convincentes
que las palabras. Yo he de referirme no solamente a los ocurridos desde el 16
de febrero, sino un poco tiempo más atrás, porque las tempestades de hoy son
consecuencia de los vientos de ayer.
¿Qué ocurrió desde el momento en que
abandonaron el Poder los elementos verdaderamente republicanos y los
socialistas? ¿Qué ocurrió desde el momento en que hombres que, barnizados de un
republicanismo embustero, pretextaban querer ampliar la base de la República,
ligándoos a vosotros, que sois antirrepublicanos, al Gobierno de España? Pues
ocurrió lo siguiente: Los desahucios en el campo se realizaban de manera
colectiva; se perseguía a los Ayuntamientos vascos; se restringía el Estatuto
de Cataluña; se machacaban y se aplastaban todas las libertades democráticas;
no se cumplían las leyes de trabajo; se derogaba, como decía el compañero De
Francisco, la ley de Términos municipales; se maltrataba a los trabajadores, y
todo esto iba acumulando una cantidad enorme de odios, una cantidad enorme de
odios, una cantidad enorme de descontento, que necesariamente tenía que
culminar en algo, y ese algo fue el octubre glorioso, el octubre del cual nos
enorgullecemos todos los ciudadanos españoles que tenemos sentido político, que
tenemos dignidad, que tenemos noción de la responsabilidad de los destinos de
España frente a los intentos del fascismo.
Y todos estos actos que en España se
realizaban durante la etapa que certeramente se ha denominado del «bienio
negro» se llevaban a cabo, ¡Sr. Gil Robles!, no sólo apoyándose en la fuerza
pública, en el aparato coercitivo del Estado, sino buscando en los bajos
estratos, en los bajos fondos que toda sociedad capitalista tiene en su seno,
hombres desplazados, cruz del proletariado, a los que dándoles facilidades para
la vida, entregándoles una pistola y la inmunidad para poder matar, asesinaban
a los trabajadores que se distinguían en la lucha y también a hombres de
izquierda: Canales, socialista; Joaquín de Grado, Juanita Rico, Manuel Andrés y
tantos otros, cayeron víctimas de estas hordas de pistoleros, dirigidas, ¡Sr.
Calvo Sotelo!, por una señorita, cuyo nombre, al pronunciarlo, causa odio a los
trabajadores españoles por lo que ha significado de ruina y de vergüenza para
España y por señoritos cretinos que añoran las victorias y las glorias
sangrientas de Hitler o Musolini.
Se produce, como decía antes, el
estallido de octubre; octubre glorioso, que significó la defensa instintiva del
pueblo frente al peligro fascista; porque el pueblo, con certero instinto de
conservación, sabía lo que el fascismo significaba: sabía que le iba en ello,
no solamente la vida, sino la libertad y la dignidad que son siempre más preciadas
que la misma vida.
Fueron, ¡señor Gil Robles!, tan
miserables los hombres encargados de aplastar el movimiento, y llegaron a extremos
de ferocidad tan terribles, que no son conocidos en la historia de la represión
en ningún país. Millares de hombres encarcelados y torturados; hombres con los
testículos extirpados; mujeres colgadas del trimotor por negarse a denunciar a
sus deudos; niños fusilados; madres enloquecidas al ver torturar a sus hijos;
Carbayín; San Esteban de las Cruces; Villafría; La Cabaña; San Pedro de los
Arcos; Luis de Sirval. Centenares y millares de hombres torturados dan fe de la
justicia que saben hacer los hombres de derechas, los hombres que se llaman
católicos y cristianos.
Y todo ello, ¡señor Gil Robles!,
cubriéndolo con una nube de infamias, con una nube de calumnias, porque los
hombres que detentaban el Poder no ignoraban en aquellos momentos que la
reacción del pueblo, si éste llegaba a saber lo que ocurría, especialmente en
Asturias, sería tremenda.
Cultivasteis la mentira; pero la mentira
horrenda, la mentira infame; cultivasteis la mentira de las violaciones de San
Lázaro; cultivasteis la mentira de los niños con los ojos saltados;
cultivasteis la mentira de la carne de cura vendida a peso; cultivasteis la
mentira de los guardias de Asalto quemados vivos. Pero estas mentiras tan
diferentes, tan horrendas todas, convergían a un mismo fin: el de hacer odiosa
a todas las clases sociales de España la insurrección asturiana, aquella
insurrección que, a pesar de algunos excesos lógicos, naturales en un
movimiento revolucionario de tal envergadura, fue demasiado romántico, porque
perdonó la vida a sus más acerbos enemigos, a aquellos que después no tuvieron
la nobleza de recordar la grandeza de alma que con ellos se había demostrado.
Voy a separar los cuatro motivos
fundamentales de estas mentiras que, como decía antes, convergían en el mismo
fin. La mentira de las violaciones, a pesar de que vosotros sabíais que no eran
ciertas, porque las muchachas que vosotros dábais como muertas, y violadas
antes de ser muertas por los revolucionarios, ellas mismas os volcaban a la
cara vuestra infamia diciendo: «Estamos vivas, y los revolucionarios no
tuvieron para nosotras más que atenciones.» ¡Ah!, pero esta mentira tenía un
fin; esta mentira de las violaciones, extendida por vuestra Prensa cuando a la
Prensa de izquierdas se la hacía enmudecer, tendía a que el espíritu
caballeroso de los hombres españoles se pronunciase en contra de la barbarie
revolucionaria.
Pero necesitábais más; necesitábais que
las mujeres mostrasen su odio a la revolución; necesitábais exaltar ese
sentimiento maternal, ese sentimiento de afecto de las madres para los niños, y
lanzásteis y explotásteis el bulo de los niños con los ojos saltados. Yo os he
de decir que los revolucionarios hubieron, de la misma manera que los heroicos
comunalistas de París, siguiendo su ejemplo, de proteger a los niños de la
Guardia Civil, de esperar a que los niños y las mujeres saliesen de los
cuarteles para luchar contra los hombres como luchan los bravos: con armas
inferiores, pero guiados por un ideal, cosa que vosotros no habéis sabido hacer
nunca.
La mentira de la carne de cura vendida
al peso. Vosotros sabéis bien --nosotros tampoco lo desconocemos-- el
sentimiento religioso que vive en amplias capas del pueblo español, y vosotros
queríais con vuestras mentira infame ahogar todo lo que de misericordioso, todo
lo que de conmiseración pudiera haber en el sentimiento de estos hombres y de
estas mujeres que tienen ideas religiosas hacia los revolucionarios.
Y viene la culminación de las mentiras:
los guardias de Asalto quemados vivos. Vosotros necesitábais que las fuerzas
que iban a Asturias a aplastar el movimiento fuesen, no dispuestas a cumplir
con su deber, sino impregnadas de un espíritu de venganza, que tuviesen el
espolique de saber que sus compañeros habían sido quemados vivos por los
revolucionarios. Allí convergían todas vuestras mentiras, como he dicho antes:
a hacer odiosa la revolución, a hacer que los trabajadores españoles
repudiasen, por todos estos motivos, el movimiento insureccional de Asturias.
Pero todo se acaba, ¡Sr. Gil Robles!, y
cuando en España comienza a saberse la verdad, el resultado no se hace esperar,
y el día 16 de febrero el pueblo, de manera unánime, demuestra su repulsa a los
hombres que creyeron haber ahogado con el terror y con la sangre de la
represión los anhelos de justicia que viven latentes en el pueblo. Y los
derrotados de febrero, aquellos que se creían los amos de España, no se resignan
con su derrota y por todos los medios a su alcance procuran obstaculizar,
procuran entorpecer esta derrota, y de ahí su desesperación, porque saben que
el Frente Popular no se quebrantará y que llegará a cumplir la finalidad que se
ha trazado.
Por eso precisamente es por lo que ellos
en todos los momentos se niegan a cumplir los laudos y las disposiciones
gubernamentales, se niegan sistemáticamente a dar satisfacción a todas las
aspiraciones de los trabajadores, lanzándolos a la perturbación, a la que van,
no por capricho ni por deseo de producirla, sino obligados por la necesidad, a
pesar de que el Sr. Calvo Sotelo, acostumbrado a recibir las grandes pitanzas
de la Dictadura, crea que los trabajadores españoles viven como vivía él en
aquella época.
¿Por qué se producen las huelgas? ¿Por
el placer de no trabajar? ¿Por el deseo de producir perturbación? No. Las
huelgas se producen porque los trabajadores no pueden vivir, porque es lógico y
natural que los hombres que sufrieron las torturas y las persecuciones durante
la etapa que las derechas detentaron el Poder quieran ahora --esto es lógico y
natural-- conquistar aquello que vosotros les negábais, aquello para lo cual
vosotros les cerrábais el camino en todos los momentos.
No tiene que tener miedo el Gobierno
porque los trabajadores se declaren en huelga; no hay ningún propósito sedicioso
contra el Gobierno en estas medidas de defensa de los intereses de los
trabajadores, porque ellas no representan más que el deseo de mejorar su
situación y de salir de la miseria en que viven.
Hablaban algunos señores de la situación
en el campo. Yo también quiero hablar de la situación en el campo, porque tiene
una ligazón intensa con la situación de los trabajadores de la ciudad, porque
pone una vez más al descubierto la ligazón que existe entre los dueños de las
grandes propiedades, que en el campo se niegan sistemáticamente a dar trabajo a
los campesinos y consienten que las cosechas se pierdan, y estas Empresas, que
como la de calefacción y ascensores, como la de la construcción, como todas las
que se hallan en conflicto con sus obreros, se niegan a atender las
reivindicaciones planteadas por los trabajadores.
Esto se liga a lo que yo decía antes: al
doble juego de venir aquí a preguntar lo que ocurre y continuar perturbando la
situación en la ciudad y en el campo.
Concretamente, voy a referirme a la
provincia de Toledo, y al hablar de la provincia de Toledo reflejo lo que
ocurre en todas las provincias agrarias de España. En Quintanar de la Orden hay
varios terratenientes (y esto es muy probable que lo ignore el Sr. Madariaga,
atento siempre a defender los intereses de los grandes terratenientes) que
deben a sus trabajadores los jornales de todas las faenas de trabajo del campo.
¿Qué diría el Sr. Madariaga si en un
momento determinado estos trabajadores de Quintanar de la Orden, como los de
Almendralejo, como los de tantos otros pueblos de España, se lanzasen a cobrar
lo que es suyo en justicia? ¡Ah! Vendría aquí a hablar de perturbaciones,
vendría aquí a decir que el Gobierno no tiene autoridad, vendría aquí, como van
viniendo ya con excesiva tolerancia de estos hombres, a entorpecer
constantemente la labor del Gobierno y la labor del Parlamento.
Y que por parte de los grandes
terratenientes, como por parte de las Empresas, hay un propósito determinado de
perturbar, lo demuestra este hecho concreto que os voy a exponer.
En Villa de Don Fadrique, un pueblo de
la provincia de Toledo, se han puesto en vigor las disposiciones de la reforma
agraria, pero uno de los propietarios que se siente lastimado por lo que
significa de justicia para el campesinado, que no ha conocido de la justicia
más que el poder de los amos, de acuerdo con los otros terratenientes, había
preparado una provocación en toda regla, una provocación habilísima, ¡señores
de las derechas!, que vais a ver en lo que consistía y que demuestra la
falsedad del argumento del Sr. Calvo Sotelo, cuando afirma que los
terratenientes no pueden conceder a los trabajadores jornales superiores a
1,50.
Estos señores terratenientes con fincas
radicantes en Villa de Don Fadrique, cuya cosecha está valuada en 10.000 duros,
tenían el propósito de repartirla entre los campesinos de los pueblos
colindantes, como Lillo, Corral de Almaguer y Villacañas. Esto, que en principio
podrá parecer un rasgo de altruismo, en el fondo era una infame provocación; era
el deseo de lanzar, azuzados por el hambre, a los trabajadores de un pueblo
contra los de otros pueblos. Y que esto no es un argumento sofístico esgrimido
por mi lo demuestra la declaración terminante del hermano de uno de las
terratenientes delante de D. Mariano Gimeno, del alcalde y de la Comisión del
Sindicato de Agricultores, que dijo textualmente: «Si mi hermano hubiera hecho
lo que se había acordado, es decir, el reparto de la cosecha, a estas horas se
habría producido el choque y esto había terminado».
Y es ahí, ¡Sr. Gil Robles!, y no en los
obreros y en los campesinos, donde está la causa de la perturbación, y es
contra los causantes de la perturbación de la economía española, que apelan a
maniobras «non sanctas» para sacar los capitales de España y llevárselos al
extranjero; es contra los que propalan infames mentiras sobre la situación de
España, con menoscabo de su crédito; es contra los patronos que se niegan a
aceptar laudos y disposiciones; es contra los que constante y sistemáticamente
se niegan a conceder a los trabajadores lo que les corresponde en justicia; es
contra los que dejan perder las cosechas antes de pagar salarios a los
campesinos contra los que hay que tomar medidas. Es a los que hacen posible que
se produzcan hechos como los de Yeste y tantos pueblos de España a los que hay
que hacerles sentir el peso del Poder, y no a los trabajadores hambrientos ni a
los campesinos que tienen hambre y sed de pan y de justicia.
¡Señor Casares Quiroga, Sres.
Ministros!: ni los ataques de la reacción, ni las maniobras, más o menos
encubiertas, de los enemigos de la democracia, bastarán a quebrantar ni a
debilitar la fe que los trabajadores tienen en el Frente Popular y en el
Gobierno que lo representa.
Pero, como decía el señor De Francisco,
es necesario que el Gobierno no olvide la necesidad de hacer sentir la ley a
aquellos que se niegan a vivir dentro de la ley, y que en este caso concreto no
son los obreros ni los campesinos. Y si hay generalitos reaccionarios que, en
un momento determinado, azuzados por elementos como el señor Calvo Sotelo,
pueden levantarse contra el Poder del Estado, hay también soldados del pueblo,
cabos heroicos, como el de Alcalá, que saben meterlos en cintura.
Y cuando el Gobierno se decida a cumplir
con ritmo acelerado el pacto del Frente Popular y, como decía no hace muchos
días el Sr. Albornoz, inicie la ofensiva republicana, tendrá a su lado a todos
los trabajadores, dispuestos, como el 16 de febrero, a aplastar a esas fuerzas
y a hacer triunfar una vez más al Bloque Popular.
Conclusiones a que yo llego: Para evitar
las perturbaciones, para evitar el estado de desasosiego que existe en España,
no solamente hay que hacer responsable de lo que pueda ocurrir a un Sr. Calvo
Sotelo cualquiera, sino que hay que comenzar por encarcelar a los patronos que
se niegan a aceptar los laudos del Gobierno.
Hay que comenzar por encarcelar a los
terratenientes que hambrean a los campesinos; hay que encarcelar a los que con
cinismo sin igual, llenos de sangre de la represión de octubre, vienen aquí a
exigir responsabilidades por lo que no se ha hecho.
Y cuando se comience por hacer esta obra
de justicia, ¡Sr. Casares Quiroga, Sres. Ministros!, no habrá Gobierno que
cuente con un apoyo más firme, más fuerte que el vuestro, porque las masas
populares de España se levantarán, repito, como en el 16 de febrero, y aun,
quizá, para ir más allá, contra todas esas fuerzas que, por decoro, nosotros no
debiéramos tolerar que se sentasen ahí.
José Calvo Sotelo había nacido en 1893 y
murió asesinado en 1936. Abogado del Estado. Militante en el Partido
Conservador (uno de los dos partidos caciquiles --el otro era el Partido
Liberal-- que se turnaban en el poder en el régimen de la Restauración
borbónica [1876-1923]); y, dentro de él, en las filas de la tendencia
capitaneada por el que fue Presidente del Gobierno en el momento de la Semana
Trágica (1909), Antonio Maura.
Ministro en la Dictadura Militar del
General Miguel Primo de Rivera y Orbaneja, Marqués de Estella, (1923-30).
Al caer la monarquía (1931) se convirtió
en líder de los monárquicos, pero voluntariamente emigró de España refugiándose
cerca del dictador fascista Mussolini; temía que se le exigieran
responsabilidades por su actuación ministerial en la Dictadura del Marqués. Al
regresar a la patria en 1933 fue jefe de Renovación Española y luego del Bloque
Nacional, y elegido diputado a Cortes por Orense en 1933 y 1936. Al evolucionar
hacia el fascismo toda esa corriente monárquica, principalmente la que venía de
las filas del Partido Conservador, Calvo Sotelo pasó a ser el portavoz fascista
más tajante y cuyo reaccionarismo social era más intransigente (al paso que el
nuevo Marqués de Estella, Don José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia,
coloreaba un poquitín su discurso de alguna pincelada social muy desvaída,
imitando vagamente a Hitler y Mussolini).
He aquí algunas perlas de la oratoria de
D. José Calvo Sotelo (extractos de un discurso en las Cortes en abril de 1936,
citado por Arrarás, Historia de la II República Española, t. 4º, p. 116): `Las
fuerzas proletarias españolas se disponen a dar un segundo paso revolucionario,
que será la instauración del comunismo'; `España podrá salvarse también con una
fórmula de Estado autoritario y corporativo'.
Buen orador y escritor, de pluma y
palabra un tanto grandilocuentes e inclinado a los gestos de rompe y rasga, a
la frase sonora y ultrancista, Calvo Sotelo fue el autor, entre otras, de esta
célebre prolación sobre la España roja y la España rota (la tomamos de pasajes
de textos de Calvo Sotelo reproducidos en Las voces de la República de Manuel
Rubio Cabeza, Ed. Planeta, 1985, p. 147):
Ya sabemos lo que sería una España roja.
La familia deshecha, la propiedad suprimida, la libertad anulada del todo, el
triunfo de las turbas, la violencia, todo lo que queráis; la muerte de una
infinidad de españoles [...]
Pero una España rota no se reharía
nunca. Se puede rehacer la fortuna perdida. Se puede recobrar la Corona y
volver a su sitio, como acabamos de ver en Grecia.
La alusión a Grecia se refiere a la
restauración de la dinastía de los Schleswig-Holstein en 1935, al ser derrocada
la efímera primera República griega (1924-35) en la persona del alemán Pablo de
Grecia, padre del hoy ex-rey Constantino.
El 13 de julio de 1936 D. José Calvo
Sotelo fue asesinado por un grupo socialista de la guardia de asalto (en
represalia por el previo asesinato del teniente Castillo a manos de la
ultraderecha).
He aquí unos extractos de su discurso
ante las Cortes del 16 de junio de 1936 que es el que comentó en el suyo
Dolores Ibarruri.
[...] todas las fórmulas de convivencia
social y política pueden reducirse a dos: orden consentido y orden impuesto. El
régimen de orden consentido se funda en la libertad; el régimen de orden
impuesto se funda en la autoridad. España está viviendo un régimen de desorden,
de desorden no consentido ni arriba ni abajo, sino impuesto desde abajo a
arriba. Por consiguiente, el régimen español, que no se ha podido prever en
esas fórmulas del tratadista antes citado, es un régimen que no se funda ni en
la libertad ni en la autoridad. No se funda en la autoridad, aun cuando se diga
que su sostén principal es la democracia; muy lejos me llevaría un análisis del
sentido integral de ese vocablo; no lo intento, pero me vais a permitir que
escudriñe un poco en el concepto degenerativo con que ahora se vive la
democracia.
España padece el fetichismo de la
turbamulta, que no es el pueblo, sino que es la contrafigura caricaturesca del
pueblo. Son muchos los que con énfasis salen por ahí gritando: «¡Somos los
más!» Grito de tribu --pienso yo--; porque el de la civilización sólo daría
derecho al énfasis cuando se pudiera gritar: «¡Somos los mejores!», y los
mejores casi siempre son los menos. La turbamulta impera en la vida española de
una manera sarcástica, en pugna con nuestras supuestas «soi disant» condiciones
democráticas y, desde luego, con los intereses nacionales. ¿Qué es la
turbamulta? La minoría vestida de mayoría. La ley de la democracia es la ley
del número absoluto, de la mayoría absoluta, sea equivalente a la ley de la razón
o de la justicia, porque, como decía Anatole France, «una tontería, no por
repetida por miles de voces deja de ser tontería». Pero la ley de la turbamulta
es la ley de la minoría disfrazada con el ademán soez y vociferante, y eso es
lo que está imperando ahora en España; toda la vida española en estas últimas
semanas es un pugilato constante entre la horda y el individuo, entre la
cantidad y la calidad, entre la apetencia material y los resortes espirituales,
entre la avalancha brutal del número y el impulso selecto de la personificación
jerárquica, sea cual fuere la virtud, la herencia, la propiedad, el trabajo, el
mando; lo que fuere; la horda contra el individuo. Y la horda triunfa porque el
Gobierno no puede rebelarse contra ella o no quiere rebelarse contra ella, y la
horda no hace nunca la Historia, Sr. Casares Quiroga; la Historia es obra del
individuo. La horda destruye o interrumpe la Historia y SS. SS. son víctimas de
la horda; por eso SS. SS. no pueden imprimir en España un sello autoritario.
(Rumores.) Y el más lamentable de los choques (sin aludir ahora al habido entre
la turba y el principio espiritual religioso) se ha producido entre la turba y
el principio de autoridad, cuya más augusta encarnación es el Ejército. Vaya
por delante un concepto en mi arraigado: el de la convicción de que España
necesita un Ejército fuerte, por muchos motivos que no voy a desmenuzar. (Un
Sr. Diputado: Para destrozar al pueblo, como hacíais.) Entre otros, porque de
un buen Ejército, de tener buena aviación y buenos barcos de guerra depende,
aunque muchos materialistas cegados no lo entiendan así, incluso cosa tan vital
y prosaica como la exportación de nuestros aceites y de nuestras naranjas. Hecha
esta declaración, he de decir a su señoría, Sr. Ministro de la Guerra,
celebrando su presencia aquí, que lamentablemente se están operando fenómenos
de desorden que ponen en entredicho muchas veces el respeto que nacionalmente
es debido a ciertas esencias institucionales de orden castrense. Yo bien sé que
algunos posos históricos de aquella tosquedad programática que poseían los
partidos republicanos del siglo XIX, han creado viejas figuras y arcaicas
actuaciones republicanas, un ambiente de entredicho, de prevención, de recelo
hacia los principios militares, que acaso se puede calificar de antimilitarismo
y que, sin duda alguna, por fuerza de ese impulso transmitido de generación en
generación, ha llevado a nuestra Constitución algún que otro precepto de dudoso
acierto, como, verbigracia, el que suprime los Tribunales de honor y el que
excluye de manera permanente de la más alta jerarquía de la República a los
generales del Ejército. Este hecho, que es tanto un hecho histórico como un
hecho actual, explica sin duda cierta falta de tacto --siempre exquisito
debiera prodigarse-- en las conexiones de la política estatal con la vida
militar.
...
... no creo que exista actualmente en el
Ejército español [...] un solo militar dispuesto a sublevarse en favor de la
monarquía y en contra de la República. Si lo hubiera sería un loco, lo digo con
toda claridad (rumores), aunque considero que también sería loco el militar que
al frente de su destino no estuviera dispuesto a sublevarse en favor de España
y en contra de la anarquía, si ésta se produjera. (Grandes protestas y
contraprotestas).
(Fuente: Fernando Díaz Plaja, El siglo
XX. La Guerra (1936-39), pp. 45-47.)
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