jueves, 13 de marzo de 2014

Gobierno Rojo y Cuerpo Diplomático

5. EL CUERPO DIPLOMÁTICO Y EL GOBIERNO ROJO
La nueva misión En julio de 1936 el Cuerpo Diplomático estaba representado en España, casi en su totalidad, pero ninguno de los embajadores de los grandes estados europeos o americanos se encontraba en Madrid.
Estaban veraneando en el extranjero o en San Sebastián. Su seguridad también hubiera peligrado, pero mucho menos que la de los señores de segundo o tercer rango que los tuvieron que representar; aunque éstos, a pesar de toda su habilidad y su mejor voluntad, carecían frente al Gobierno Rojo, de la capacidad de presión que hubieran podido ejercer los verdaderos titulares de las representaciones de sus Estados. Muchos acontecimientos hubieran ocurrido de distinta manera, en los primeros meses, si por lo menos Europa hubiera estado representada por primeras figuras.
Así las cosas, el "equipo de emergencia" tuvo que ver cómo se las arreglaba para sacar el mejor partido posible de la situación. Y fue mucho el bien que hicieron, a base de espíritu de sacrificio, perseverancia y amor a la humanidad. Unos pasajes de un artículo, relativo a la actividad desarrollada por el Cuerpo Diplomático, que debemos a la pluma del insigne diplomático Edgardo Pérez Quesada, a la sazón Encargado de Negocios de la República Argentina, deberían despertar el interés respecto a la acción ejercida por el Cuerpo Diplomático en aquellas circunstancias, por lo que a continuación lo transcribimos:
"El Cuerpo Diplomático se vio abrumado, a consecuencia de la trágica situación de España, con deberes que excedían, en gran medida, de los que, en tiempos normales pueden corresponder a las representaciones extranjeras, y ello con tan imperiosa urgencia, que no atenderlos hubiera significado traición. Puedo asegurar que todos los diplomáticos dieron en este sentido el máximo rendimiento que podían dar. Se produjo una auténtica competición. Y todo los deberes que con arreglo a nuestra estimación eran ineludibles, se cumplieron. Tal es nuestra mayor satisfacción.
Las dificultades anejas a todo ello eran importantes. Teníamos que desenvolvernos en una atmósfera cargada de apasionamientos y tendencias desfavorables provocadas por la guerra civil más terrible y sangrienta que registraba la Historia. El más mínimo paso en falso, la simple apariencia de una actitud partidista, podía interpretarse como una inclinación por algo que desentonara con la absoluta neutralidad de nuestra actuación. Y ésta, sin embargo tenía que ir encaminada, obligada por las circunstancias, a proteger la vida y los intereses morales de aquellos que sufrían persecución, aunque no fuera por parte de los organismos oficiales, pero sí de aquellos que por su relación y su colaboración con dichos organismos, constituían una de las fuerzas en lucha.
Una vacilación, un paso atrás asustadizo o el temor de ir demasiado lejos, hubiese podido tener como consecuencia en muchos casos, la pérdida de una vida. Por otra parte, una intervención excesiva o un paso demasiado audaz hacia adelante, podría provocar la desconfianza de las autoridades que, en el ejercicio de su cargo, vigilaban cada movimiento del Cuerpo Diplomático.
Todo ello exigía un tacto muy especial que, si ya en tiempos normales era absolutamente inevitable para ejercer la diplomacia, era ahora tanto más indispensable cuanto que los problemas que había que resolver no eran objeto de contratos administrativos ni de visitas protocolarias.
Se trataba, nada menos, que de evitar ejecuciones clandestinas, de obtener la libertad de aquellas gentes contra las que no existía acusación formal alguna, de ejercitar el derecho de asilo, en una medida tan amplia, como hasta entonces no hubiera podido soñar el defensor más convencido de esta humanitaria ayuda mutua entre pueblos civilizados y, con todo ello, arrancar a las víctimas de las garras de la crueldad. Juntamente con esta actividad, visitar a los heridos, ayudar a los necesitados, cooperar a la salida del país de víctimas inocentes de la guerra, y facilitar alimentos y ropa a una población que tras todos los sustos padecidos a causa de esta lucha, además había de enfrentarse con un invierno de hambre y con el riesgo de morir de frío.
A la Diplomacia se la ha hostilizado, se la ha combatido como a algo superfluo y artificial. Sólo se ha querido ver en ella lo externo, es decir la parte festiva y protocolaria de sus funciones. La guerra civil española, que tanto ha destruido y que en gran medida ha desvelado la imperfección humana, destacó, sin embargo, también ante el mundo algo positivo, -¡que la Diplomacia sirve para algo más que para lucir bonitos uniformes y participar en fiestas de gala! La Diplomacia en España demostró plenamente su validez. Me siento orgulloso de pertenecer a ese grupo de hombres que ejercieron su actividad en Madrid en aquellos trágicos días".

El Frente Diplomático
Ante la presión de una situación tan peligrosa, el Cuerpo Diplomático con representación en Madrid se unió más estrechamente de lo que es habitual. En su decanato, la Embajada de Chile celebraba con cierta frecuencia sesiones en las que se trataba de los intereses comunes, que lo eran casi todos.
Se puede decir que en dichas reuniones reinaba un tono natural de camaradería y de mutua buena voluntad con la mejor disposición para colaborar en ayuda de los perseguidos y que podría servir de modelo como una acción humanitaria ejemplar.
No había intrigas; a las cosas se las llamaba por su nombre y los consejos se daban con arreglo al leal saber y entender de cada cual. Al Gobierno le resultaba un tanto incómoda esta noble solidaridad interna del Cuerpo Diplomático; sobre todo con ocasión de aquella sesión a la que asistió Álvarez del Vayo, en su calidad de Ministro de Estado (Asuntos Exteriores), y que en su escrito al Decano del Cuerpo Diplomático, no disimuló su disgusto con respecto a la actitud de la colectividad diplomática. Si bien no es éste el lugar adecuado para comentar tales relaciones, mencionaremos solamente algunos casos especiales.
Pasadas las primeras semanas, -en que las reuniones diplomáticas se dedicaban, sobre todo, a tratar del traslado de los súbditos de estados extranjeros con residencia en España, traslado que en medio de la inseguridad reinante presentaba toda clase de dificultades en cuanto a los bienes y a la vida misma de nuestros protegidos- tuvo que empezar el Cuerpo Diplomático a preocuparse de su propia seguridad. Por parte de las milicias, acostumbradas a no tomar en consideración más autoridad que la de sus propias pistolas, hicieron toda clase de intentos de irrumpir en los locales de la representaciones diplomáticas y practicar allí, también, sus lucrativos registros como, por lo demás,  hacían libremente en todas partes. Verdad, es que se hicieron incluso reclamaciones formales al Gobierno, pero éstas carecían de valor práctico, porque el Gobierno del señor Giral había hecho dejación total de su autoridad y tenía menos que decir, si es que todavía se atrevía a decir algo, que el último de los proletarios armados. Durante el mes de agosto de 1936, las cosas fueron de mal en peor, hasta caer en el caos, cada vez más insalvable. El tema de nuestras reuniones lo constituían ahora, preferentemente, los asesinatos organizados y los robos de gran estilo. Me sentí especialmente interesado en orientar al respecto a mis colegas porque con motivo de tener mi vivienda fuera de Madrid circulaba mucho más que ellos y, por tanto, tenía oportunidad de enterarme de más noticias por lo que oía y veía. Y, sobre todo, denunciaba a los representantes de los grandes Estados europeos, los lugares y las horas en que podían ver, yacentes en filas, a las víctimas de los asesinados, con lo que provoqué mediante la impresión directa y personal así adquirida, que dirigieran a sus gobiernos enérgicos informes lo cual influyó muy desfavorablemente en el juicio que les merecía el Gobierno rojo.
En los primeros días de septiembre, desprestigiado el gobierno, tomó las riendas del poder una combinación de socialistas, comunistas y anarquistas bajo la presidencia de Largo Caballero. Como esta gente era el exponente y los representantes de los partidos de donde se reclutaban los milicianos, además de otras bandas de furtivos y asesinos, podía suponerse que conseguirían hacer posible encauzar toda esa arbitrariedad y restaurar un orden estatal. El nuevo Ministro de Estado (Exteriores) visitó, al día siguiente de tomar posesión, al Decano, Embajador de Chile, y le prometió solemnemente que el Gobierno acabaría inmediatamente con los asesinatos, los robos en las casas y en la calle, así como con las detenciones arbitrarias, si se le concedía al efecto, no más de dos o tres días de tiempo.
Pero en lugar de lo dicho, las cosas fueron a peor de día en día. Una noche, en la segunda quincena de septiembre, se produjo un trágico incidente a la puerta de la misma Legación de Noruega. En este edificio se hallaba la vivienda y el garaje de un alto empleado extranjero de la Compañía Telefónica, cuyo chófer prestaba servicio también en la Policía. Al volver de regreso a su casa en el coche hacia las once de la noche, y en el momento en que pretendía entrar, se detuvo un coche del que se bajaron tres policías de uniforme. Cruzaron muy levemente unas palabras con él, sacaron sus pistolas ya  preparadas y lo mataron, disparándole varios tiros, en el umbral de la Legación. ¡Y eran todos policías!
La excitación que cundió entre los refugiados de las distintas plantas, que ya pertenecían a la Legación, era comprensiblemente inaudita por cuanto sacaban de este acontecimiento conclusiones respecto a su propia seguridad.



El caso de Ricardo de la Cierva
Quisiera, ahora, informar de los acontecimientos concernientes al abogado de mi Legación, Ricardo de la Cierva.
Al día siguiente del caso que acabo de referir, se presentó en la Legación el Director de una importante sociedad extranjera con el Encargado de Negocios del país correspondiente y me propuso llevarse, en un avión, a Toulouse a los señores de la Cierva, padre e hijo. Yo veía en ello graves inconvenientes debido a la gran popularidad del padre, uno de los hombres más conocidos por sus muchos años de actividades de Gobierno, como dirigente político conservador. Lo consideramos con los dos señores y decidimos que el padre se quedara, pero que se marchara el hijo. La citada Legación se ofreció a solucionarlo todo con la confianza de que no se presentaría ningún inconveniente. Mi cometido era llevarlo a las diez de la mañana a la Legación. Así se hizo, lo dejé allí y me ocupé de los papeles necesarios para la salida de su madre con su hija que tenían que viajar por su lado. Su mujer y sus hijos ya habían emprendido viaje unos días antes. La salida del avión se efectuaría a mediodía. Pero como, por otra parte, había yo prometido ir hacia la una a la mencionada Legación, para otro asunto, me sorprendió mucho volverme a encontrar allí con Ricardo de la Cierva. Los dos señores de la tarde anterior me informaron de que por una imprevista casualidad se les había complicado la tramitación de los pasaportes necesarios para tomar el avión en Barajas. Pero el avión aún les  esperaba. Me insistieron entonces para que les facilitara un pasaporte, cosa a la que me negué porque, como principio, yo no expedía pasaporte falso alguno.
El joven estaba, naturalmente, inconsolable ante la perspectiva fallida de reunirse con su familia y poder escapar de los peligros que en Madrid le amenazaban y que, obsesivamente, tenía ante sus ojos la escena asesina presenciada la noche anterior. Los dos señores me insistían en que, como abogado de la Legación de Noruega, se le podía considerar adscrito al personal de la misma y, en que tampoco era necesario un verdadero pasaporte sino que bastaba con un "laissez-passer" (salvoconducto) extendido en un papel corriente de la Legación; ya que de lo que se trataba era sólo de proveer a los empleados del aeropuerto de un pretexto para dejarlo subir a bordo. Una vez dentro del avión, podría romperse el papel. No había peligro de que se descubriera, ya que en el aeropuerto todo era cuestión de dinero. Preguntaron al joven cuánto dinero tenía; contestó que trescientas pesetas y declararon que eso era suficiente. Todos estos argumentos, y especialmente la compasión que me inspiraba el desesperado joven, me condujeron finalmente a extender un simple salvoconducto en el que sólo constaba mi ruego dirigido a un funcionario, en el sentido de que dejarán paso libre a Fulano de tal, súbdito noruego. Como el avión aún estaba disponible y la madre y la hija tenían sus papeles en regla, yo les pedí que las llevaran también, en lugar de tener que efectuar el molesto viaje por mar, pasando por Alicante. Se convino en que las dos señoras se trasladarían al aeropuerto con el correspondiente Encargado de Negocios y la Cierva, en cambio, conmigo y que embarcarían como personas desconocidas entre sí.
En el aeropuerto de Barajas el asunto del control de la documentación se fue desarrollando, al principio, bien. Aquel salvoconducto tan imperfecto, se aceptó como suficiente, debido quizá más que otra cosa, a mi presencia y a mi intervención personal. Después hubo un primer tiempo de espera, muy largo, porque el funcionario de aduanas estaba comiendo, a una hora tan desacostumbrada y en el pueblo, a bastante distancia y hubo que mandar a buscarlo. La Cierva no tenía, por cierto, más que un maletín, que iba vacío, si se exceptúan un cuello y una corbata que le habían prestado. Pero otros pasajeros tenían equipaje que había que revisar. Cuando al fin acabaron con esto, se produjo la  segunda espera, porque el piloto no estaba allí, y lo que era peor, porque allá fuera en la pista, cerca del avión, se encontraban todos aquellos tipos que por ahí deambulaban, de sospechosas intenciones.
Finalmente apareció el piloto, se colocó primero el equipaje y, entonces, subió Ricardo de la Cierva el primero. Cuando estaba en el último escalón, llegó corriendo un "tío" que gritaba "¡Pare, aún hay que hacer una aclaración"! La Cierva que había quedado en no entender ni una palabra de español, movido espontáneamente a la llamada cayó enseguida en la trampa, bajó del avión y se fue con aquel hombre a un despacho en el que yo entré después, para ver lo que estaba pasando. Allí nos explicó el Jefe del Aeropuerto que uno de los empleados decía que aquel señor no era el que figuraba en la documentación sino un español, y que el avión no podía salir mientras no quedara claro todo aquello; ya había llamado a la Dirección General, de donde iban a mandar a alguien. Yo protesté contra semejante suposición y exigía el reconocimiento del documento expedido por mí.
Pero aquel señor alegaba no estar facultado para ello y tener que esperar la decisión de la Dirección General. Entonces intenté recordar al colega Encargado de Negocios que aún estaba junto al avión, que él nos aseguró que todo era cuestión de dinero. Pero ahora que el asunto se ponía serio, se vino abajo y, finalmente, se fue de allí. Preocupado como estaba yo, de que una nueva complicación pusiera también en peligro a la madre y a la hija, que ya se hallaban en el avión, trataba de inducir al Director Jefe a que dejara salir el avión dejando en tierra a la Cierva. Tras una espera muy larga, ví desde el despacho al propio Director General, Muñoz, hablando con un joven vestido con ropa azul de trabajo que parecía un ingeniero o un abogado. Ese debía ser el denunciante. A la vista estaba, que el asunto le debió parecerle a Muñoz lo suficientemente importante como para acudir personalmente al lugar para resolverlo a su gusto. Poco después entraba en el despacho, me saludó y preguntó "¿Quién es ese señor?". Contesté, dando el nombre que figuraba en el documento.
"¿Nacionalidad?”, preguntó, "Noruega", respondí. Estábamos de pie, frente a frente, mirándonos mutuamente a los ojos; él no sabía cómo continuar, ya que yo mantenía cubierto mi documento. La finalidad que yo perseguía era obligarle a reconocer la decisión adoptada por el Decano del Cuerpo Diplomático, si es que no quería dar, sin más, por válido mi citado documento. En este momento decisivo La Cierva dio un paso adelante; su fuerte sentido del honor no le permitía admitir que yo pudiera, por su causa, tener dificultades con el tristemente célebre Muñoz. Dijo: "Señor Director, quiero hacer una confesión. He abusado de la buena fe del señor Cónsul; Soy Ricardo de la Cierva.
Muñoz replicó "Veo que es Ud. un hombre de honor y que pone las cosas en su sitio". Y, entonces, dirigiéndose a mi: “Ve Ud., Señor Cónsul, que este hombre ha declarado, con toda libertad, haberle engañado a Ud. Su salvoconducto carece, por tanto de validez". Indicó a Ricardo que extendiera su declaración sobre un trozo de papel y, a continuación lo detuvo. En cuanto a mí, me dijo: "Tendrá Ud. que admitir que todo se ha hecho sin coacción alguna". Ya no me quedaba más recurso que tragarme la rabia que ese rufián de Muñoz me había proporcionado, humillándome con su presuntuosa legalidad, mientras se llevaba al propio la Cierva en su coche.
Una vez en Madrid, de nuevo, busqué a algunos colegas y les pedí que me acompañaran a visitar al Ministro de Estado en funciones, Giner de los Ríos, que representaba a Álvarez del Vayo, durante la estancia de éste en Ginebra. Cuatro diplomáticos de países europeos se mostraron inmediatamente dispuestos a apoyarme en un intento de conseguir, por mediación del Ministro, la libertad de la Cierva. Para empezar, tuvimos que aguardar durante horas en el Ministerio, porque había Consejo,y se esperaba el regreso del Ministro de un momento a otro. Finalmente hacia las diez, nos decidimos a ir a su domicilio privado por suponer que se había marchado allí directamente después del Consejo de Ministros.                               uando llegamos nos enteramos de que acababa de salir en coche para el Ministerio.
Otra vez nos fuimos allá. Finalmente, hacia las once, pudimos hablar con él. Le expliqué el asunto conforme a la verdad y dejé, naturalmente, bien claro que no había habido engaño por parte de La Cierva, sino que yo le había dado aquel documento, con plena conciencia de lo que hacía, porque estaba convencido de que en Madrid su vida corría peligro. El Ministro ya tenía conocimiento del caso, puesto que el Director General había informado de ello inmediatamente al Consejo de Ministros. Reconocía que los motivos de mi conducta estaban plenamente justificados y dijo que si de él sólo dependiera, daría el incidente por resuelto y La Cierva nos sería devuelto.
Pero, como el Consejo de Ministros ya se había hecho cargo del asunto, él tendría que presentar mi solicitud, cosa que haría inmediatamente a la mañana siguiente, al continuarse la sesión. Prometió hacer de abogado de La Cierva y mío y recibirnos de nuevo por la tarde a las cinco para comunicarme el resultado. En cuanto a mis colegas, que se había mostrado tan amables conmigo, no pudieron irse a cenar hasta las doce de la noche.
Al día siguiente, por la tarde, me reveló el Ministro que tras una larga discusión en la que él había defendido mis puntos de vista, el Consejo de Ministros había decidido dar por resuelto el incidente relativo al documento falso y no volver sobre ello, por cuanto reconocía la nobleza de las razones que lo habían motivado, siendo así, además, que yo era persona grata en grado sumo para varios de los Ministros. En cuanto a devolver a La Cierva a la Legación, los Ministros opinaban, sin embargo, que era algo impracticable, puesto que, al fin y al cabo, había cometido un delito en materia de documento público (pasaporte) por el que tenía que ser juzgado. El Ministro confiaba en que se volvería sobre el asunto, al hacerle yo ver los peligros a los que estaba expuesto en tales circunstancias en las cárceles de Madrid, un hombre con ese apellido. Me aseguró que estaba dispuesto a intervenir en todo momento, en el Consejo de Ministros, en pro de su libertad.
En los días que siguieron, el Ministro confirmó la mencionada decisión del Consejo, tanto al Encargado de Negocios francés, que me había acompañado, como también al embajador de Méjico que en aquel momento era Vicedecano del Cuerpo Diplomático.
Esto ocurría en los días veintiséis y veintisiete, sábado y domingo respectivamente, de septiembre de 1936. El veintinueve se celebraba la reunión diplomática, en la Embajada de Méjico, por ausencia del Decano, Embajador de Chile. Esta Embajada se halla en una de las casas más bellas de Madrid, construida por un arquitecto alemán y es propiedad alemana. Antes de la reunión se sirvió agradablemente en el hermoso vestíbulo, una copa de Jerez. Aproveché esa convivencia, libre de trabas, con los colegas para poner en sus manos, a título preparatorio, copias de las observaciones hechas por mí:
“Hago constar que hace tres o cuatro días, las Milicias llevaron a distintos presos a los que el Gobierno había comunicado la pena de muerte, entre ellos dos primos de José Antonio Primo de Rivera (fundador de Falange Española en lugar de a la cárcel de Cartagena que era su destino, a El Plantío (población situada a quince kilómetros de Madrid, camino de la Sierra), y allí los habían matado. Tal hecho no es sino una repetición más de otras acciones criminales precedentes.
Hago constar que cada mañana, pueden verse en la calle de Cea Bermúdez, muy cerca de varias representaciones diplomáticas, numerosos cadáveres de hombres y mujeres, así también como en la carretera que va de la Dehesa de la Villa a la Puerta de Hierro.
Pero estos no son los únicos lugares frecuentados por los asesinos políticos o comunes, ya que el número total de cadáveres hallados, sin salirse del casco urbano de Madrid, alcanza, diariamente, la cifra de sesenta, lo cual nos permite suponer que el número de cadáveres que puedan encontrarse en las carreteras conducentes a los pueblos vecinos, exceda ampliamente de la misma. En estos últimos días las víctimas se cuentan ya por centenares.
Hago constar que estas últimas noches se sacaron presos de las cárceles de San Antón, a los que se asesinó en diferentes lugares; en un solo caso, producido recientemente, fueron asesinadas cincuenta personas en una sola noche.
Hago constar, que en "Fomento 9", funciona un tribunal completamente ilegal que "pone en libertad", en las primeras horas de la madrugada, a todos los que no han sido condenados, para que el populacho que espera en las puertas los despedace sin piedad.
Hago constar que en muchos ateneos y “asociaciones” de denominaciones diversas se arrogan el derecho de apresar indiscriminadamente a personas, mantenerlas en cautividad y hacer con ellas lo que les plazca.
En las prisiones oficiales del Estado, se hallan en la actualidad: cinco mil presos en la cárcel Modelo, mil presos en la que fue Cárcel de mujeres (Ventas), dos mil presos en San Antón y Porlier y más de quinientas mujeres presas en Conde de Toreno 9.
Existen, además, una serie de prisiones privadas, de las que el Estado no se preocupa; por ejemplo un antiguo convento, en la calle de San Bernardo, frente a la Iglesia de Monserrat.
El domingo, temprano por la mañana, ví con mis propios ojos veinte cadáveres que yacían en las proximidades de mi Embajada. Calculo que en este día la cifra total de los asesinados en Madrid y en sus alrededores pasaría de los trescientos. Además, se había producido, un número incontable de secuestros de muchachitas cuyo apresamiento negaban, pero que retuvieron para fines inconfesables.
Hago constar que la noche del cinco al seis se recogieron ciento diez asesinados, sólo en el término municipal de Madrid".
Esta estadística, basada en datos obtenidos por mi mismo, no fracasó en su dolorosa impresión.
Diferentes colegas del Cuerpo Diplomático me aseguraron que la transmitirían inmediatamente a sus respectivos Gobiernos.
Poco después de abierta la sesión, el Embajador de México pidió a los presentes que se expresaran acerca de la seguridad de los refugiados y de las Representaciones Diplomáticas, tema acerca del cual, y precisamente en esos días, se mantenían negociaciones con el gobierno, como más adelante se verá. Tomé la palabra y solté un largo discurso, dejando salir todo lo que tenía dentro. En forma extremadamente concisa, el acta de la sesión, refiere lo siguiente: "El Representante de Noruega, comunica que el señor de la Cierva, a quien había dado asilo, fue detenido en el Aeropuerto.
Expuso el caso al Ministerio de Estado; el Ministro declaró que hacia todo lo posible para que el Señor De La Cierva regresara a su refugio pero que tropezaba con la oposición del Ministerio de la Gobernación (Interior). La Cierva se hallaba en la cárcel Modelo y en las actuales circunstancias creía (el que así hablaba) que la vida del mismo no estaba nada segura, ya que en cualquier momento se les podría ocurrir a los milicianos "vengar", la toma de Toledo por los nacionales, mediante el asesinato de los presos. No quiere que al señor de La Cierva le ocurra una desgracia y ruega, por tanto, al Cuerpo Diplomático que insista en que sea devuelto a la Legación de Noruega.
Opina que el Cuerpo Diplomático es el único representante de los sentimientos humanitarios en las circunstancias reinantes. En su opinión, ha de contarse con que antes de que las tropas nacionales tomen la capital, descargue una tormenta de odio sobre las distintas cárceles de Madrid, tormenta de la que el Cuerpo Diplomático, no sólo no puede desentenderse, sino que tendrá que empeñar todas sus fuerzas y posibilidades para que no llegue a producirse. Su propuesta es que el Cuerpo Diplomático pidiera que cuatrocientos o quinientos guardias civiles de más de cuarenta años, quedaran especialmente destinados a la defensa de dichas prisiones".
Mis argumentos, naturalmente, mucho más detallados, culminaban y se resumían en mi opinión de que el Cuerpo Diplomático sería culpable de complicidad ante la Historia si, en adelante, contemplase con resignación el abandono de las cárceles por el Gobierno a los asesinos, así como de los presos políticos, totalmente desprotegidos, a los milicianos anarquistas y comunistas. Si mis colegas hubieran visto la chusma que, en calidad de agentes de “Vigilancia y protección” se encargaba de los presos, no hubieran podido dormir tranquilos.
Al final de mi informe siguió una ovación cerrada. Todos los colegas aplaudían. Caso singular en los anales de nuestro Cuerpo Diplomático y muy satisfactorio para mí, por lo que suponía de capacidad de protección para los presos en peligro.
Se acordó nombrar una comisión para la redacción de una nota con destino al Gobierno, que fue leída y aprobada ocho días más tarde. En ella se encarecía que no se atentara contra la vida de nadie sin previa sentencia judicial y que esa situación de hegemonía del populacho no perdurara por más tiempo y, además que era preciso se nombrase otra clase de personal de vigilancia y de custodia de los presos, con más sentido de la responsabilidad que le incumbía, en cuanto a la protección de los mismos.
Los embajadores de Chile y de Méjico entregaron personalmente, esta nota al Ministro de Estado (Asuntos Exteriores) el cual afirmó que precisamente se estaban retirando del frente a cuatro mil expolicías y se les iba a destinar a la protección de las prisiones. Naturalmente, tampoco esta promesa se cumplió, si bien en ningún caso hubiera servido para nada ya que los asesinatos de presos se ejecutaron en noviembre con la firma de Organismos del Gobierno: no había guardias que pudieran oponerse a la criminalidad de Ministros y Directores Generales. ¡Con esto no se había contado!
¿Fue como réplica a la mencionada incómoda nota que el Cuerpo Diplomático envió al Ministerio de Estado, lo que molestó a Álvarez del Vayo para que a los cuatro días, remitiera otra nota, esta amenazadora, contra los representantes diplomáticos que albergaban y protegían a los refugiados? (que eran casi todos). Se le podría atribuir tal cosa, a juzgar por el odio mortal, con que, a partir de aquel momento, me persiguió, como autor moral de la misma.
Tras una odiosa polémica, contra el derecho de asilo, terminaba la Nota con la siguiente amenaza: “Habida cuenta de que el ejercicio del derecho de asilo ha dado lugar a notorios abusos, es voluntad del Gobierno hacer constar, ante los miembros del Cuerpo Diplomático acreditado en Madrid, que se ve obligado a poner fin a la actitud de extraordinaria tolerancia, mantenida hasta la fecha, frente al ejercicio de tal derecho y a reservarse, a su vez, la facultad de proceder contra los abusos ya cometidos, en la forma que en cada caso requieran los supremos intereses de la República".
Lo que el propio Álvarez del Vayo pretendía con esto, era concederse carta blanca para valiéndose de abusos sin precisar más detalles, justificar por adelantado violencias contra las representaciones diplomáticas, que él mismo maquinaba en complicidad con el Ministro de la Gobernación (Interior) Galarza.
Contra lo dicho había que actuar contundentemente si no queríamos que nuestra ya precaria situación se hiciera insostenible. Resolvimos que las tres embajadas presentes visitaran personalmente, con arreglo al derecho que les asistía como tales diplomáticos, al propio Presidente de la República para preguntarle si estaba enterado de ese documento diplomático tan importante y si lo aprobaba.
La visita se celebró ya al día siguiente, dieciséis de octubre. El presidente Azaña nada sabía, ni del documento ni de la actitud hostil del Gobierno con respecto al derecho de asilo. El mismo dijo (según consta en Acta), que, con arreglo a su opinión personal, el Cuerpo Diplomático estaba realizando una obra extraordinariamente interesante y humanitaria y que, estimaba que esa obra tendría que adquirir toda la amplitud y extensión que fuera posible. Estaba completamente de acuerdo con nosotros y, en ese terreno, iría él aún más lejos lo que habíamos ido. Pero el Presidente de la República y Jefe de Estado no tenía posibilidad de influir directamente en el Gobierno.
De todo ello se redactó una Nota exhaustiva en la que se presentaron al Ministro los casos en los que la propia España había ejercido, en otros países, el derecho de asilo; pero sobre todo se relacionaban, con nombre y apellidos, los muchos casos de funcionarios de alta categoría y políticos, nada menos que del propio Gobierno de la República, que habían pretendido acogerse al asilo ofrecido por la Representaciones Diplomáticas durante esta misma guerra civil. La respuesta a esta Nota era, al parecer, tan difícil que nunca llegó. Por el momento se había sorteado el peligro oficial; seguía latente el que podía ofrecer el populacho.
Dos meses más tarde fue asaltada una Legación, pero en torno a ese caso había circunstancias tan especiales que podrían calificarse válidamente de "abusos". Un hombre, cuya nacionalidad era tan discutible como sus artimañas, había abierto, bajo la bandera del país de referencia, viviendas y más viviendas para las que se ingeniaba en obtener el reconocimiento de extraterritorialidad y que iba llenando de refugiados. Cobraba un precio diario por la manutención; en boca del pueblo, aquello no se llamaba "Legación" sino "Pensión...". Un día, la policía, abrió varios de estos complejos de viviendas y llevó a prisión a la mayoría de sus "huéspedes". Pero la propia Legación quedó, en este caso también, intacta y asumida después por otro país.
Lo que sí conseguí fue que, pocos días después de la junta diplomática que celebramos el 29 de septiembre, volvió a plantearse en el Consejo de Ministros el asunto La Cierva pero quedó sin resolver. Todavía hubo que trabajarse a unos cuantos Ministros para vencer la resistencia del Ministro Galarza. Fui, por tanto, en busca del Ministro del aire; Indalecio Prieto, a quien conocía bien, y le pedí que intercediera. Se declaró personalmente dispuesto a cualquier acto de buena voluntad ya que conocía al padre de La Cierva desde hacía muchos años por su carrera política y que, desde luego, a pesar de ser opuestas sus ideas políticas no sentía enemistad alguna contra él.
Pero en cuanto a la influencia que él pudiera ejercer sobre el Ministro, dijo que no me hiciera ilusiones, porque él era "la oveja negra" de ese Gobierno, y bastaría que abogara por algo para que Largo Caballero quisiera lo contrario. Me dijo que probara con su amigo Negrín, que era más idóneo para el caso.
Me fui, a buscar a Negrín, Ministro de Hacienda, con el que ya había tratado, antes, de asuntos noruegos. Por su parte, en aquella ocasión, le encontré interesado en concertar un convenio de intercambio de productos agrícolas españoles contra bacalao noruego, en grandes contingentes mensuales. Aproveché esa circunstancia para poner en evidencia que el Gobierno noruego, informado por mí de la detención de nuestro abogado, no se mostraría muy inclinado a acoger con demasiado entusiasmo la propuesta. Le manifesté que había telegrafiado directamente al Ministro de Estado (Asuntos Exteriores) con el ruego de liberar a esa persona y consideraba una buena oportunidad ofrecer su influencia para facilitar la buena marcha de la "operación bacalao", obteniendo del Consejo de Ministros la devolución del abogado a la Legación, impidiendo así, por otra parte que yo me viera obligado a decir: "Sin el abogao no hay bacalao”. Prometió intervenir en este sentido y me recomendó, al respecto, visitar a Álvarez del Vayo, Ministro de  Estado (Asuntos Exteriores), a quien correspondía poner el asunto sobre el tapete, en Consejo de Ministros y a quien él me anunciaría por teléfono, al día siguiente.
Por cuestión de principios, me había mantenido alejado del Ministerio de Estado (Asuntos Exteriores) y, cuando no había más remedio que hacerlo, sólo trataba con determinados funcionarios, que aún quedaban, de otros tiempos. Al Ministro así como al Secretario General, no les había honrado todavía con mi visita. No simpatizaba con ellos, no por sus ideas sino por su carácter.
Álvarez del Vayo, hijo de un General de la Guardia Civil, se había dedicada al periodismo después de terminar su carrera de Derecho y se fue haciendo cada vez más rojo a medida que ello le reportaba ventajas personales. La política no era para él más que un medio encaminado a un fin. De convicción sincera, no es, por consiguiente, intrigante, se superestima, y su parcialidad hace que al interlocutor, normalmente sensato, le parezca escaso de luces. De los ministros que yo conocía era el único que, no sólo no lamentaba los crímenes de sus compinches, sino que en su interior, le complacían y hubiera sido capaz de cometerlos él mismo. Con su cuñado Araquistain, que era Embajador en París (ambos habían contraído matrimonio, respectivamente, con dos hermanas, dos judías rusas), debió embolsarse durante el tiempo que estuvo en ejercicio tales cantidades de dinero que la envidia de sus compinches estalló en una crisis ministerial en la que ambos quedaron eliminados.
Fui, pues, a visitarle al día siguiente, lunes. Después de una conversación previa en la que me prometió llevar al día siguiente al Consejo de Ministros la propuesta de libertad de Ricardo de La Cierva, -durante la entrevista con Álvarez del Vayo, el Ministro de Hacienda le telefoneó para recomendarle otra vez el asunto-, después pasó a tratar de la situación general, con respecto a la cual, le dije que yo estaba mejor informado, porque mientras él estaba sentado detrás de su mesa, yo andaba sin parar por las calles. Así es como había visto la víspera (un domingo) veinticinco cadáveres de hombres y mujeres en los bordillos de las aceras muy próximos a la Legación. En esa noche del sábado al  domingo, se había asesinado a doscientas cincuenta personas.
Se quedó un momento sin habla ante lo bien informado que yo estaba, (o ante la franqueza con que yo le hablaba a la cara en su despacho oficial). Luego me dijo que entonces también sabría yo que unos días antes se había descubierto una conjuración fascista encaminada a matar a los Ministros.
Contesté que no lo sabía, pero que eso tampoco justificaba el asesinato. Si el gobierno hubiera establecido un Tribunal, con arreglo a la ley y éste hubiera condenado a muerte a quinientas personas por aquello, yo no hubiera dicho nada, pero sí alzaba mi voz contra cualquier tipo de asesinato. El entonces replicó que si nosotros los diplomáticos hubiéramos alzado la voz del mismo modo cuando los "rebeldes" asesinaron a dos mil personas tras la toma de Badajoz, hubiéramos hallado en el Gobierno oídos más atentos. A esto le dije que todavía no teníamos noticia oficial alguna de que se hubiera tomado Badajoz (tal c osa se había mantenido severamente en secreto para la prensa). Y, mucho menos, de lo que él me contaba, de semejante matanza. Bien es verdad que algo de eso había aparecido en los periódicos pero los periódicos eran tan poco de fiar que no nos bastaban para fundamentar nuestra protesta. Por lo demás juzgábamos con la misma severidad el asesinato de un trabajador que el de un duque.
Con lo dicho ya tenía él bastantes motivos para despedirme rápidamente, no sin prometerme de nuevo que haría todo lo posible, y lo mejor que pudiera, en cuanto al asunto de La Cierva.
Y ahora sólo me queda dejar, sobre todo, bien sentado que, a partir del día siguiente, ya no se tropezaba uno con asesinados en los puntos hasta entonces habituales. Todas las mañanas mandaba yo que saliera un coche para recorrer y examinar todo los lugares de "ejecución" que conocíamos.
¡Ya no se encontraban cadáveres! Así de pronto había dado sus órdenes Álvarez del Vayo y tan perfecta era la conexión entre el Gobierno y los asesinos, que toda la organización existente se transformó en pocas horas: ahora ejecutaban a las víctimas fuera de Madrid, en lugares apartados, hasta donde no alcanzaban los ojos de los diplomáticos. Incluso dejaron de existir en esos días las listas del depósito de cadáveres de Madrid de las que yo antes recibía copias.
La "conjuración" con la que especulaba Álvarez del Vayo, resultó ser una captura equivocada de la Policía que, sin embargo, muchas personas tuvieron que pagar con graves sufrimientos.
La sala de lectura de la Biblioteca Pública se había convertido en una estancia agradable para muchos que ya no tenían lugar adecuado donde permanecer o que, por miedo a las milicias, querían pasarse allí la jornada. Un día frío y húmedo de octubre, irrumpió inesperadamente la Policía y se llevó a todos los presentes, unas cuatrocientas personas, con la disculpa de que allí tenían que habérselas con conspiraciones fascistas. Las cuatrocientas personas fueron llevadas a declarar al edificio de la Dirección de la Policía, que era un aristocrático palacio, muy abandonado, sito en el Madrid antiguo.
Como los calabozos, ya citados en otro lugar, estaban repletos, a los nuevos presos se les encerró en el patio central, abierto a la intemperie por la parte de arriba. Apretados unos contra otros, como "sardinas en banasta", llenaban todo el espacio disponible. Así permanecieron tres días y tres noches, hombres o mujeres, en semejante "redil", bajo una lluvia torrencial y sin comer. ¡No podían caer desmayados por falta de sitio para ello! Apenas se podían mover.
Transcurridos los tres días se comprendió la inconsistencia de la sospecha y los soltaron, sin más, con excepción de media docena de ellos. Medio muertos, salieron arrastrándose a gatas del edificio, donde ni siquiera les habían tomado declaración y apenas si comprobaron sus datos personales pero donde, eso sí, tuvieron que aguantar tres días y tres noches tal suplicio.
Para mejor reflejar la perfidia política del señor Álvarez del Vayo, conviene saber que en Oslo manifestó sus quejas contra mí, como supe por otros miembros del gabinete, aduciendo como pretexto el "salvoconducto" de La Cierva a pesar de la declaración expresa del Consejo de Ministros de que no se volviera sobre el incidente y se le considerara como no ocurrido. El verdadero motivo de la queja, de la que yo todavía no tenía conocimiento alguno por parte de Oslo, era que unos indeseables habían informado a Álvarez del Vayo, tan pronto como éste regresó de Ginebra, de la petición que yo había hecho tres días antes al Cuerpo Diplomático para qué se presentara al Gobierno una enérgica protesta, así como también del discurso que pronuncié entonces. Pero Álvarez del Vayo no tuvo valor ni para negarse a mi visita propuesta por el Ministro de Hacienda, ni para aprovechar la ocasión para hacerme los reproches que hubiera considerado convenientes. No mencionó sus quejas ni me facilitó el conocimiento de la existencia de las
mismas, ni yo tampoco tenía por que entrar en ello, al ser confidencial la información recibida.
Álvarez del Vayo, en cambio, sí se sintió con el suficiente despecho, pasados unos días, como para quejarse ante el Encargado de Negocios de un país europeo, de que se estaba trabajando con pasaportes falsos en contra del Gobierno y se estaba queriendo favorecer a los "fascistas".
Pero el mencionado diplomático que era persona muy bien preparada y pronto a la réplica, respondió al Ministro como correspondía. Le dijo que sabía muy bien a qué caso se refería pues, precisamente, conocía todos los detalles del mismo (era el que me acompañó aquella tarde a ver al Ministro en funciones), que no se trataba de un pasaporte sino de un papel de orden secundario, sin ninguna importancia, extendido y entregado por motivos muy justificados y honrosos de simple humanidad, siendo así, en cambio, que el Gobierno español, por mediación de su Embajada en París, había expedido hacía unos días una serie de pasaportes falsos, por motivos puramente interesados, a saber para pasar de contrabando a España a unos oficiales de aviación de su nacionalidad, a los que antes habían seducido para que desertaran. Que Álvarez del Vayo era por tanto el último que podría tener derecho a hablar como lo había hecho. Esta declaración fue entregada por el mencionado diplomático, en nuestra siguiente sesión para que constara en acta.

Álvarez del Vayo pretendió no saber nada de los pasaportes falsos de su cuñado, el de París.
El viernes siguiente, me llamó el Ministro del Aire, Indalecio Prieto, para comunicarme que, por desgracia, no había podido obtener la libertad de La Cierva pero sí había aprovechado la ocasión para subrayar la extraordinaria importancia de dicho preso, ya que su detención la había efectuado personalmente el Director General, en presencia del representante diplomático de una nación extranjera. También por su apellido tan conocido, y, además, por su hermano el famoso inventor.
Que, por todo ello, habrían de adoptarse todas las medidas necesarias para defenderlo de incidentes imprevistos porque sería denigrante para la reputación del Gobierno que algo le ocurriera en tales circunstancias. Por todo lo dicho, él no creía que tuviéramos que temer por su vida.
Como ya quedó mencionado en páginas muy anteriores el asunto de La Cierva tuvo un final trágico: La Cierva fue asesinado con muchos centenares de otras víctimas de la cárcel Modelo. Largo Caballero y Galarza se habían opuesto a que se le pusiera en libertad y a ellos se debe que no fuera posible hacerlo. ¡Caiga su sangre sobre ellos!
Al día siguiente volví a visitar al Ministro de Hacienda para decirle que, a pesar de la negativa sufrida, yo estaba dispuesto a hacerme valedor ante mi Gobierno de su deseo de adquirir bacalao, pues sabía que había hecho todo lo posible para obtener la puesta en libertad de aquel para quien se la pedíamos. Se mostró totalmente de acuerdo y me prometió continuar ayudándome.

Observadores e informadores incómodos
Dos acontecimientos ocurridos en el mes de diciembre afectaron al Cuerpo Diplomático y merecen ser mencionados. El Delegado del Comité Nacional de la Cruz Roja fue llamado a Ginebra unos días antes de que se celebrara una sesión del Consejo de la Sociedad de Naciones en la que Álvarez del Vayo pensaba desempeñar su habitual papel de salir defendiendo a "Caperucita Roja" o a la "inocencia ultrajada", y estigmatizando a los "lobos nacionales". El Delegado tenía material probatorio de peso, sobre todo en lo concerniente a los asesinatos de detenidos, del mes de noviembre. El avión del Gobierno francés que pensaba utilizar para el viaje, llegó a Madrid procedente de Toulouse sin impedimento alguno. Al día siguiente tenía que regresar el aparato con el Delegado y dos periodistas franceses (de "Havas" y del "Le Matin"). Por la tarde, otra persona que ejercía sus funciones en el Comité internacional, se encontró con un francés a quien conocía que desempeñaba un papel importante en el servicio de contraespionaje rojo en Madrid. Este le dijo que el avión no saldría al día siguiente. A la mañana siguiente, el avión tenía, en efecto, un fallo de motor que no se manifestó hasta el momento de arrancar, con lo cual de hecho no pudo salir: los viajeros tuvieron que volverse a casa y esperar veinticuatro horas. A la mañana siguiente, el avión ya reparado, emprendió el vuelo. Cerca ya de Guadalajara, ó sea a pocos kilómetros de Madrid, vino hacia él, otro avión que, al principio volaba en torno a él, trazando grandes círculos. Llevaba los distintivos del Gobierno Rojo. El francés lo saludó como de costumbre, con las alas, moviéndolas hacia arriba y hacia abajo para darse a conocer, a pesar de que, además, llevaba grandes distintivos de la Aviación francesa y la inscripción "Embajada de Francia". El avión rojo voló a su alrededor, se alejó, cambió otra vez el rumbo, volvió, voló debajo del avión francés y disparó sobre él con su ametralladora desde abajo. Y luego se alejó a toda prisa. El espantado francés, que me hizo personalmente este relato, bajó inmediatamente. Sólo la cabina había sufrido los disparos. Los tres ocupantes resultaron lesionados. Uno de los informadores murió de sus heridas, al otro hubo que amputarle una pierna, el Delegado después de permanecer en cama cuatro meses, salvó por lo menos su vida. Pero los ominosos documentos no llegaron a Ginebra a tiempo, para no poner en apuros a Álvarez del Vayo. Entonces resultó que se trataba de la "agresión  criminal de un avión de los nacionales al avión diplomático francés". ¡Y tal fue lo que la indignada prensa roja anunció al mundo!
Muy semejante fue la escenificación, poco tiempo después, del bombardeo aéreo de la Embajada inglesa en Madrid. En medio de la noche vino un aviador "nacional" y buscó, entre tinieblas, única y exclusivamente el edificio de la Embajada inglesa, que se hallaba empotrado entre dos casas, para lanzarle dos bombas. Con toda delicadeza emplearon un calibre moderado para tal saludo, de forma que sólo se dañará la armadura del tejado y quedara herida una persona. Una vez hecha la fechoría se fue de allí sin dar más señales de vida. Tan refinada infracción contra los santos preceptos del derecho de gentes fue explotada a fondo al día siguiente por la prensa roja. Los ingleses  subestimaron, sin embargo, la maestría de los aviadores nacionales hasta el punto de cargar sin más  la "equivocación" a cuenta de los rojos.
El otro caso fue el asesinato del agregado de la Embajada belga Borchgrave. Una mañana soleada de domingo, salió éste de la Embajada para pasear un poco en coche. Iba solo, conduciendo su pequeño automóvil. Ya no volvió más y desapareció sin dejar rastro. Llevaba encima, su documentación diplomática y el coche ostentaba la bandera belga. Durante días y días, la embajada de Bélgica estuvo acosando a Miaja y a los militares y civiles que dependían de él. Nadie sabía nada, nadie le había visto. Tampoco se podía encontrar el coche. No le quedaba a la Embajada más remedio que prescindir de las llamadas autoridades y emprender investigaciones directas.
Con gran esfuerzo e infinitas fatigas, y no sin correr peligros personales, pudo el Encargado de Negocios de la Embajada belga descubrir lo ocurrido al cabo de varios días. Borchgrave se había trasladado al frente de Madrid por la carretera que sube a la Sierra, para buscar a dos belgas heridos, reclutados por la Brigada Internacional. Lo detuvieron, a pesar de presentar su documentación diplomática, lo llevaron al pueblo cercano de Fuencarral para someterle a interrogatorio. No había en modo alguno puntos en que apoyar una acusación, ni siquiera para imputar un cargo correcto, ni tampoco para poner en marcha una investigación judicial o someterle al juicio de un tribunal.
Lo mantuvieron preso en el pueblo desde el domingo hasta el martes temprano, en que, de madrugada lo llevaron a la carretera y allí lo fusilaron. Intentaron borrar cualquier rastro de su identidad, le robaron la documentación y la ropa, cortando hasta las iniciales de sus prendas interiores. Lo enterraron inmediatamente con otros veinte asesinados en una fosa común en el cementerio del pueblo. El juez del pueblo había hallado la fórmula exacta: la calificación de "muertos no identificados" y había descubierto de paso que a los asesinos se les había escapado que en la hebilla del pantalón figuraba escrito su nombre completo, que el juez hizo constar en el acta.
A pesar de ello el cadáver se declaró "no identificado" con lo que se intentaba encubrir el asunto. El "Gobierno", es decir Miaja y sus compinches, no hicieron lo más mínimo para aclarar el asesinato. Miaja, el héroe, le tenía miedo a su departamento de "contraespionaje" y no se atrevía a meterles mano. En cuanto al coche de la Embajada de Bélgica, nunca más apareció

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